América Latina
Cumbre de Miami: sólo ventajas para USA
"El problema no es de barreras comerciales entre nuestros países, sino de clases sociales dentro de ellos". Esto afirmaba Robert Kennedy al calor de la Alianza para el Progreso. 33 años después, ¿qué plante la Cumbre de Miami?
Equipo Envío
Del 9 al 11 de diciembre de 1994, se celebro en Miami, la Cumbre de las Américas con la presencia de 34 de los 35 Jefes de Estado o de Gobierno de América y el Caribe. Sólo estuvo ausente el Presidente cubano, Fidel Castro, que no fue invitado por el gobierno norteamericano, promotor del encuentro hemisférico.
La América Real: desconcierto y deterioroLa Cumbre fue convocada en un momento particularmente difícil. La América Real, integrada por la mayoría de los latinoamericanos que han sufrido las consecuencias de los programas de ajuste económico, de las propuestas neoliberales y del predominio de las fuerzas más conservadoras en el panorama internacional, atraviesa una etapa de desconcierto político, de aislamiento y de creciente deterioro de sus condiciones de vida.
Convocada poco después de la firma del Tratado Norteamericano de Libre Comercio y en el clima creado por la caída del socialismo en Europa del Este, la Cumbre era ocasión propicia para consolidar las posiciones de los "vencedores" y para consagrar un camino para el desarrollo de la región acorde con los intereses de las fuerzas que predominan hoy en el escenario internacional. En ese marco, Cuba tenía que figurar en la agenda. Por un lado, el fin del socialismo en el Este europeo la mostraba sin un respaldo que fue decisivo en décadas anteriores y estimulaba los ataques de los que piensan que llegó la hora de poner fin al proceso revolucionario en la isla. Por otro lado, y pese a los esfuerzos por aislar al régimen cubano, el fin del socialismo europeo abrió a Cuba nuevas puertas para su acercamiento a América Latina y para la profundización de relaciones económicas y políticas con el continente.
Alianza para el ProgresoDesde 1967 no se celebraba una Cumbre hemisférica. En abril de 1967, los gobernantes del hemisferio se reunieron en el balneario uruguayo de Punta del Este. El antecedente inmediato de aquella Cumbre fue la propuesta lanzada por el Presidente John Kennedy en marzo de 1961, para promover una Alianza para el Progreso en la región. En agosto de ese mismo año se reunieron, también en Punta del Este, los Ministros de Hacienda o de Economía de 20 países americanos, para aprobar dos documentos: una Declaración a los Pueblos de América y la Carta de Punta del Este.
La Alianza pretendía responder al desafío que representaba el triunfo de la revolución cubana sólo dos años antes y a su proyecto de profundas transformaciones sociales. Es bien conocido el fracaso en que terminó la Alianza, pero leer hoy las propuestas de entonces y lo mucho que se especuló con sus resultados, resulta mucho más que un ejercicio académico.
La Alianza provocó una verdadera euforia en diversos sectores del continente, sobre todo en los Estados Unidos. Parecía haberse encontrado una respuesta al desafío cubano capaz de entusiasmar a pueblos y gobiernos y, principalmente, una solución a los problemas políticos, económicos y sociales por los que atravesaba la región. El objetivo de la Alianza para el Progreso era "aumentar la proporción del desarrollo económico de las naciones latinoamericanas para elevar el nivel normal de vida de sus pueblos". Se fijó entonces, como meta mínima para todos los países, un índice de desarrollo anual de 2.5% per cápita, lo que resultó imposible de cumplir.
El desafío mayor de la región era una distribución más equitativa de la renta nacional. La Alianza proponía cambios para el logro de esta meta: la reforma agraria, la modernización de la política fiscal en la recaudación de impuestos y la consolidación de partidos políticos democráticos y progresistas. Con el asesinato del Presidente Kennedy en 1963 se cortó el aliento a esta iniciativa. Y con el de su hermano Robert, cuatro años después, se terminó de enterrarla. En el Senado, Robert Kennedy era el principal defensor de la Alianza y seguía asesorando al Presidente Johnson en esta materia.
La propuesta de la Alianza dio origen, seis años después, a la Cumbre hemisférica que se llevó a cabo del 12 al 14 de abril de 1967 en Punta del Este. Pero profundos cambios habían ocurrido en la política norteamericana y en la internacional desde que Johnson asumió la presidencia tras el asesinato de Kennedy. La política exterior norteamericana concentró su atención en la escalada de la guerra en Vietnam. En América Latina, el golpe militar de marzo de 1964 en Brasil estimulado y apoyado por Estados Unidos y la invasión de República Dominicana en 1965, pusieron fin a cualquier veleidad reformista. Se abrió entonces un período de dictaduras y represión, cuyas consecuencias se reflejan hoy en la profunda desarticulación de los sectores populares en todo el continente, lo que desde la década pasada abonó el terreno para el desarrollo de las políticas neoliberales.
No ayuda, desarrolloSi la Cumbre de Miami es la culminación de una etapa iniciada con la reunión de 1967, resulta interesante comparar la iniciativa de la Alianza para el Progreso con la actual. Llaman poderosamente la atención los 12 objetivos planteados por la Alianza comparados con los contemplados en los 4 capítulos del Plan de Acción de la Cumbre de Miami.
Vale la pena señalar, en primer lugar, que la Alianza no fue planteada como un programa de ayuda a América Latina, sino como un esfuerzo de transformación de las estructuras regionales . Entre los objetivos de la Alianza estaba promover un crecimiento sostenido, capaz de cerrar la brecha entre los países latinoamericanos y los países industrializados. Se hablaba explícitamente de una distribución más equitativa del ingreso nacional, de la diversificación de las estructuras económicas, de la aceleración del proceso de industrialización, de precios justos para las exportaciones latinoamericanas. Y en primer lugar, se hablaba de la reforma agraria.
La Alianza insistía en que el desarrollo económico sería imposible sin una mejoría simultánea de las condiciones sociales y hacía hincapié en la necesidad de "dar rápida y duradera solución al grave problema que representan para los países de América Latina las variaciones excesivas de los precios de sus productos de exportación". Se insistía en la necesidad de disminuir la dependencia de la monoproducción y de ampliar el mercado interno de nuestras naciones. Y aunque Robert Kennedy reconocía que la ampliación de los mercados podría lograrse reduciendo barreras arancelarias y promoviendo la integración, advertía claramente que el problema no era de barreras entre los países, sino una "cuestión de clases dentro de los países". Es notable esta advertencia, que hoy, desde luego, sería tomada como una ilusa afirmación y como una propuesta fuera de moda.
Ningún cambio profundoEn un período de grandes presiones transformadoras, estimuladas por el triunfo de la revolución cubana, no extraña la propuesta reformista de la Alianza, que contrasta profundamente con la de la Cumbre de Miami, realizada en un momento en que se considera derrotada cualquier propuesta socialista y sólo cuestión de tiempo el derrumbe del régimen cubano. Eliminada toda resistencia, aplastado todo intento reformista, el documento de Miami busca implantar los mecanismos políticos que impidan cualquier cambio profundo en la región, bajo la propuesta de "consolidación de la democracia". En lo económico, elimina toda mención a las reformas, reemplazadas ahora por el "libre comercio", como motor del desarrollo de la región.
En los años 60, Robert Kennedy gustaba decir, que una revolución estaba en marcha en el continente. "Podemos afectar su carácter, pero no podemos alterar su inevitabilidad", decía. La misión de la Alianza era encauzar esa revolución y "elevar a la edad moderna a todo un continente". Más importante todavía era la idea de que la Alianza no representaba solamente un programa de ayuda económica de los Estados Unidos a los países del continente, sino que se trataba de una propuesta de profundas reformas sociales, indispensables para promover el desarrollo económico y un cierto equilibrio social, sin los cuales no se podría afectar el carácter de esa revolución que estaba en marcha y que despertaba entre los dirigentes norteamericanos el temor de que fuera de carácter comunista.
El embajador de Estados Unidos en Brasil en la época de la Alianza, Lincoln Gordon, destacó en una serie de conferencias pronunciadas entre 1961 y 1962 en ese país algo que debe llevar hoy a profundas reflexiones: "La Alianza para el Progreso no quiere decir que haya que confiar el desarrollo a las fuerzas automáticas del mercado. Por el contrario, reconoce la necesidad de un esfuerzo intenso y sistemático para imprimir al desarrollo la rapidez planeada, dando primacía a las tareas sociales y económicas más urgentes".
¿Qué lecciones quedan?Hay quienes pretenden hoy cuestionar este enfoque, señalando que propuestas como las de la Alianza están superadas. Ciertamente, están superadas por los cambios profundos en la realidad política internacional ocurridos en estos 30 años. Las fuerzas del capital piensan que pueden actuar hoy en el escenario internacional sin contrapeso, sin tomar en cuenta a los demás sectores de la sociedad, sin tomar en cuenta siquiera a los gobiernos nacionales, a los que no dejan ya espacio para la elaboración de su política económica. Pero sería una ilusión y probablemente una torpe ilusión, inclusive para los sectores más conservadores pensar que los problemas señalados han desaparecido o que las reformas propuestas se pueden obviar.
La natural tendencia del desarrollo económico a la globalización no sustituye lo que Robert Kennedy advertía hace ya 30 años: no se puede pretender ampliar los mercados eliminando barreras arancelarias y no arancelarias, y olvidarnos de que el problema de la expansión de los mercados internos "es cuestión de barreras de clases dentro de los países". Ese olvido ahondaría la crisis, lejos de ofrecer soluciones para los problemas de la región. Y debemos tener una concepción clara, sin confundir entre la necesaria globalización económica y la forma histórica en que ha venido realizándose.
La Alianza para el Progreso nos dejó otras lecciones. Su percepción de los problemas de la región era notablemente aguda comparada con la manifestada en la Cumbre de Miami. Más de 30 años después es evidente, que aquella propuesta no podía llevarse a cabo con los aliados y los mecanismos concebidos por los Kennedy e inclusive es razonable pensar que el intento de promover una política renovadora, radicalmente distinta a la que finalmente se impuso en los años siguientes, le costó la vida a ambos.
Robert Kennedy sugirió un código para la inversión extranjera en América Latina y propuso descartar la utilización de los programas de ayuda con el fin de conseguir un tratamiento especial para las empresas norteamericanas. Aquella propuesta se reveló inaceptable: la inversión sólo llegó cuando se le aseguró a las empresas de Estados Unidos condiciones como las que predominan hoy en el mercado, lo que ha agravado las situaciones que en 1966 denunciaba el Senador Kennedy. Hoy, si queremos llevar a cabo propuestas como las contenidas en la Alianza, necesitamos un proceso distinto y fuerzas distintas. En ese esfuerzo, deberíamos incluso buscar las fuerzas norteamericanas que le dieron origen a la Alianza u otras que puedan compartir aquellos puntos de vista, para analizar los resultados de la Alianza y la necesidad de retomar el camino de estas propuestas. En primer lugar, parece necesario recomponer las fuerzas sociales que impulsaron a sectores importantes de la política norteamericana a pensar que era necesario promover una política de reformas como la sugerida por la Alianza.
El mito del libre comercioLa Cumbre de Miami no toma decisiones, pero traza un camino que refleja a cabalidad las condiciones políticas predominantes en el hemisferio. En comparación con la Alianza queda al desnudo el enorme retroceso que representa para la América Real, para esa inmensa mayoría del continente que no se beneficia con los programas de ajuste ni con los tratados de libre comercio.
La Cumbre de Miami produjo dos documentos, tal como su antecesora de 1967: una Declaración de Principios y un Plan de Acción, que es un documento de 23 puntos divididos en 4 capítulos. La base del Plan es la propuesta de creación del Área de Libre Comercio de las Américas, cuyas negociaciones deben estar concluidas a más tardar en el 2005. El documento propone un calendario de acciones que deberán conducir a la conformación de esta área de libre comercio.
La Cumbre de Miami ha definido ciertas perspectivas, como esta propuesta de integración económica. Ha adelantado también un criterio de democracia continental que, lejos de promover la participación, busca cerrar las puertas para toda transformación política. Insiste también en la fracasada política de aislamiento de Cuba y de renovación de los esfuerzos para liquidar su proceso revolucionario.
Cada vez que surge en América latina una propuesta de desarrollo distinta a la predominante, se inician los esfuerzos por ahogarla y liquidarla. En los últimos 20 años hemos visto ejemplos en Chile, Grenada y Nicaragua, para citar solo los casos más evidentes. Sólo con Cuba no han podido aplastar el esfuerzo de buscar un camino de desarrollo alternativo al predominante en todo el continente. Así, los que claman por el pluralismo son incapaces de aceptar cualquier asomo de propuesta distinta a la suya.
Ventajas para USAQueremos adelantar sólo dos criterios sobre las propuestas de la Cumbre.El primero gira en torno a lo contemplado en el capítulo II del Plan de Acción de la Cumbre, titulado "Promoción de la prosperidad mediante la integración económica y el libre comercio".
La historia de las últimas décadas nos enseña que tal propuesta no tiene asidero en la realidad del continente. Pero desde la perspectiva norteamericana, hay buenas razones para promover una iniciativa así. Algunos datos ilustran este punto de vista:
.Las exportaciones norteamericanas a América Latina pasaron de 30 mil millones de dólares en 1985 a 79 mil millones en 1993.
.Esta expansión del comercio interamericano permitió crear 900 mil nuevos empleos en Estados Unidos.
.Con una mayor liberalización del comercio, el gobierno norteamericano prevé triplicar sus exportaciones al continente, que pasarían a ser de 290 mil millones de dólares, y permitirían crear de 4 a 6 millones de empleos en los Estados Unidos hacia el año 2003.
.El hemisferio es el mercado más importante para los Estados Unidos. 12 mil millones de los 20 mil en que crecieron las exportaciones norteamericanas entre 1993 y 1994 tuvieron su origen en las ventas a la región.
Las ventas norteamericanas al hemisferio representan el 38% de sus ventas totales al exterior.
.La región es la única con la que Estados Unidos mantiene un superávit comercial significativo.
.El área de Libre Comercio hemisférica permitirá a Estados Unidos consolidar su posición como el principal socio comercial de la región. Para que se tenga una idea de lo que esto significa, hay que señalar que actualmente Estados Unidos ya suministra el 44% de las importaciones regionales.
.La mayor parte de las exportaciones norteamericanas a la región son productos de alta tecnología. En opinión del gobierno norteamericano, una ampliación del área de libre comercio les permitirá consolidar sus ventajas comparativas respecto a productos de fuera de la región.
.Las inversiones directas norteamericanas en el continente aumentaron en 400% entre 1983 y 1993, pasando de 24 a 102 mil millones de dólares en ese período.
Estas ventajas norteamericanas no tienen una contrapartida en ventajas similares para América Latina. Por el contrario, la propuesta de libre comercio de Miami vendrá a agravar los ya graves desequilibrios sociales de la región.
Democracia en crisisEl otro punto de mayor importancia del Plan de Acción está contemplado en el capítulo I: "La preservación y el fortalecimiento de la comunidad de democracias de las Américas".
Mientras más se proclama la vigencia de la democracia en la región, más se excluye a las mayorías de toda decisión política. Eso se refleja en la crisis de los partidos, en el descrédito de los gobiernos, en el desprestigio de los políticos y de los parlamentos, en el abstencionismo electoral y en los problemas de gobernabilidad.
Tal "comunidad de democracias" no existe. Este concepto no refleja la dramática realidad imperante en la América Real, más excluida que nunca de toda participación política, aún más que en los períodos de dictaduras abiertas, durante los cuales, por lo menos, se luchaba denodadamente por abrir paso a una verdadera democracia. Los resultados de aquellas luchas le han sido escamoteados al pueblo por diversas razones.
El documento de Miami propone también "el fortalecimiento de la sociedad y de la participación comunitaria". El debilitamiento del Estado como consecuencia de los programas neoliberales lo ha privado de sus funciones en diversas áreas. Esto obliga a llenar el vacío con otras instituciones de la llamada "sociedad civil".
Esta realidad no debe ser pasada por alto y es necesario hacer un esfuerzo permanente por incorporar a la América Real a este debate y ocupar nuevos espacios. Porque a pesar de todas las contradicciones y vacíos, sería un error muy grave que los sectores populares del continente estén ausentes del debate en torno a la Cumbre de Miami.
Los sectores populares, la América Real, debe trabajar seriamente en el estudio de la propuesta y luchar por su propio plan. No nos parece conveniente repetir en esta oportunidad la reacción que tuvimos frente a la Alianza para el Progreso. Entonces, convencidos de que la revolución estaba a la vuelta de la esquina, algunos hicieron de la Alianza el enemigo principal.
Se trata ahora de iniciar un debate sobre los temas de nuestra agenda, cuya trascendencia va mucho más allá de la Cumbre misma. Se trata de ir avanzando en la elaboración de una agenda regional que refleje la inquietud de los pueblos americanos. En nuestro caso, se trata de iniciar este proceso crítico con un serio y decidido esfuerzo centroamericano.
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