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Universidad Centroamericana - UCA  
  Número 352 | Julio 2011

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Nicaragua

Memorias de la generación perdida

¿Qué recuerdan hoy, treinta y dos años después de la revolución, quienes eran niños y niñas entonces? ¿Qué guarda su memoria? Busqué a doce jóvenes, salté hacia atrás en el calendario de mi vida y los entrevisté. Aquí están los destellos de sus memorias. Son “otro” Grupo de los Doce, no como aquel: adultos en el prólogo de una revolución. Son otro Grupo de Doce: jóvenes en el post-epílogo de aquella revolución.

William Grigsby Vergara

Se cumple el 32 aniversario de la Revolución Popular Sandinista, la que inspiró a muchos de nuestros padres y madres, comprometiéndolos por una causa común. Bajo aquella bandera rojinegra, que para tantos representó la libertad, la solidaridad, la lucha por un país nuevo y por un pueblo empoderado, una generación de nicaragüenses regó con sangre los campos de nuestra Nicaragua hasta acabar con una de las dictaduras más atroces del siglo pasado.


EL SILBIDO METÁLICO DEL “PÁJARO NEGRO”

Treinta y dos años después de aquella epopeya, reflexiono y me detengo a pensar en mi niñez, en los escasos pero intensos recuerdos que preservo de los primeros cinco años de mi vida y trato de aferrarme con los dientes de la memoria a cada uno de los instantes que llenaron mi infancia de vivencias memorables cuando transcurrían los últimos cinco años del proyecto revolucionario sandinista.

Aún preservo con intacto pavor los vientos peligrosos del huracán Juana, que sumió al país en inundaciones en 1988. También recuerdo aquel bombazo inesperado en el mausoleo de Carlos Fonseca Amador en la plaza, donde el mártir de gafas gruesas está sepultado con una llama flameante en la cúspide de su monumento. También conservo intacto el silbido metálico del “Pájaro Negro”, aquel avión americano que partía en dos el cielo nicaragüense asustándonos y buscando ubicar las bases de apoyo logístico de la contrarrevolución que Reagan financiaba. El temblor de las persianas de mi casa, aquel tric-trac-tric-trac, yace inamovible en mis oídos. No puedo olvidar el parque Las Piedrecitas, cerca del reparto Motastepe, donde mis hermanos y yo andábamos en bicicleta, cuando era seguro andar en bicicleta, cuando los niños podíamos jugar en los parques sin que nos atacara un delincuente al otro lado de la esquina.

Son algunos flashbacks, instantáneas de aquellos años tiernos y al mismo tiempo difíciles. Los viví mientras mis padres formaban parte de aquel proyecto común que trajo al país a tantos internacionalistas y le dio la vuelta al mundo por su carácter único y entrañable. Hoy me pregunto qué recuerdan otros y otras, los de mi generación. ¿Qué ha quedado en la memoria de nuestra generación, hija de un proyecto inconcluso, jóvenes que como yo vivieron su infancia en aquella década histórica de alfabetizaciones, guerra y consignas populares?

¿Qué recuerdan hoy, treinta y dos años después? ¿Cuáles fueron las ventajas y las desventajas que sintieron como niños y niñas en aquellos años? ¿Cómo definen aquella época? ¿A qué le temían? ¿Qué guarda su memoria? Para saberlo, me aventuré a buscar a doce jóvenes, de Managua y de otros lugares. Salté hacia atrás en el calendario de mi vida y los entrevisté. Aquí están los destellos de su memoria. Son “otro” Grupo de los Doce, no como aquel, de adultos en el prólogo de una revolución. Son otros Doce, jóvenes en el post-epílogo de aquella revolución.

ADELAYDE, 32 AÑOS:
UNA PELOTA VALÍA ORO

“Viví mi infancia en el barrio Altagracia, de Managua, un barrio popular y tradicional. Recuerdo carencias, ninguna abundancia. Mis papás trabajaban duro. Y a pesar de eso, muchas veces nos tocó hacer filas enormes para conseguir el gas, el café, el jabón. Mi mamá nos levantaba tempranito, a las 4 de la mañana, a mis hermanos y a mí, para que hiciéramos las filas de tres y cuatro cuadras que se armaban hasta que abría la jodida pulpería donde repartían el café, el gas y el jabón.

Yo pertenecí a la ANS (Asociación de Niños Sandinistas). Teníamos nuestras pañoletas, nuestros broches, todos esos símbolos. Entré a la ANS por obligación, no porque me preguntaran o me dieran otra opción. La idea de los adultos era adoctrinar a los niños con una ideología de izquierda. También tuve los cuadernos que se llamaban “Carlitos”. Los recuerdo perfectamente: te enseñaban así: “Un fusil mas dos fusiles, ¡tres fusiles!” Y aparecía la imagen del fusil en el cuaderno.

Nuestros juegos de pelota eran con una piedra envuelta en un calcetín. Jugábamos mucho béisbol. También recuerdo el famoso “kit bol”, que era un beisbol pero a la patada. Y quien tenía una pelota, mejor que la cuidara, porque valía oro. Nadie compraba pelotas en tiendas de deporte como ahora. Nuestros programas favoritos eran: El chocoyito chimbarón, El chavo del ocho, ¡un clásico!, un refrito de Bugs Bunny, La vida es así, El osito Micha, Marino boy, Candy, Popeye el marino y el inolvidable Matatiru-tiru-la. Cuando había una piñata en el barrio todos los cipotes caíamos encima aunque no nos invitaran. Uno siempre vivía entusiasmado, había un espíritu nato de unidad. En esas piñatas te regalaban jabón, Ace, reales y caramelos Chipirul, con la abejita en el centro. Mi primera mochila que tuve fue un pedazo de paracaídas. Mi papa se lo encontró en una bodega y se lo llevó a una costurera y la señora sacó de allí dos mochilas. Mis hermanas y yo nos sentíamos tuanis con dos mochilas impermeables de paracaídas. Era la creatividad de la época.

Si pudiera resumir la Revolución en una palabra diría: Sueño. Fue un sueño inconcluso. Nosotros somos una generación de jóvenes resentidos, porque no somos ni completamente revolucionarios ni completamente apáticos, como los jóvenes de ahora. Nosotros quedamos en el medio, entre la justicia y el hambre, en el limbo”.

MARTÍN, 31 AÑOS:
DESDE EL VIENTRE DE MI MADRE

“Nací en el 79, en el mero-mero año del triunfo y por eso tengo la edad de la Revolución. Mi mamá dice que estaba embarazada cuando fue a la plaza a celebrar el triunfo y se tuvo que salir en medio de la algarabía porque la estaban aplastando y se sintió mal. Yo me siento ligado a ese día histórico porque estuve presente en la celebración desde el vientre de mi madre.

Me gustaba la simplicidad de las cosas que había entonces. Recuerdo que los programas de la televisión empezaban a las 3 de la tarde. Teníamos un gran deseo por los muñequitos y éramos capaces de esperar largo rato para verlos. Recuerdo que no todo el mundo tenía televisión en los años 80. Yo viví cerca del cerro Motastepe, donde estaban aquellas iniciales grandotas del FSLN que se alcanzaban a ver desde varios puntos de la capital. Mi infancia la viví por allí y no todos los vecinos tenían televisión. Entonces, nosotros los invitábamos a ver tele por la tarde. Era muy bonito vivir así.

También estuve cercano a las estructuras de poder. Estudié en el colegio Centroamérica y allí estudiaban conmigo todos los hijos de los comandantes, con excepción de los de Daniel Ortega. Yo compartí el preescolar con los hijos de Humberto Ortega. Después me los volví a encontrar en el Centroamérica y recuerdo que había mucha protección en el colegio. Siempre estaban allí los guardaespaldas de Humberto cuidando a sus hijos. Pude notar que la calidad de vida que tenían los hijos de los comandantes era distinta. También pude notar el favoritismo que existía de parte de los profesores hacia ellos por el simple hecho de ser hijos de los dirigentes. Pude notar también lo extraño que nos parecía que llegábamos de vacaciones y aquellos majes, los hijos de los comandantes, venían hablando de que habían ido a Estados Unidos, que habían visitado Disneyworld. Eran los chavalitos que tenían los mejores juguetitos y andaban luciéndolos de un lado al otro.

Para mí la Revolución en una palabra fue: Ingenuidad. Ingenuidad porque yo no fui consciente de que mis padres se separaron por diferencias ideológicas y por las vigilias revolucionarias que mi madre hacía para dar el ciento por ciento a su patria. En ese sentido, la revolución fue una desventaja para mí”.

CONSUELO, 30 AÑOS:
SÓLO TRES CAMISAS Y DOS PANTALONES

“En ese tiempo, a menos que fueras de la Seguridad del Estado, persona de mucho poder o funcionario del gobierno, tenías en tu closet tres camisas y dos pantalones. Eso era lo normal entre los niños de la época. Tampoco había para comprar la última Barbie, ni siquiera la veías en ninguna tienda. Yo no me daba cuenta de que esos juguetes eran exigencias del mundo consumista. No los tuve y tampoco me hicieron falta. El tiempo de la revolución fue lindo en ese sentido: no sentías que siempre te faltaba algo, que todo el tiempo querías tener y tener y tener, te dabas cuenta de lo que pasaba a tu alrededor.

Mis papás sólo apoyaron la revolución en sus inicios. Luego se divorciaron de ella por diferencias ideológicas. Y por eso vivían con miedo. Mis dos abuelos, el paterno y el materno, vivían amenazados, porque en ese tiempo si vos tenías algo por lo que habías trabajado mucho -un carrito, una casa, una finca con terreno para sembrar- te la podían quitar. O simplemente te la quitaban. Mis abuelos y mi familia entera vivían muy temerosos por eso. Lo maravilloso fue que no lograron contagiarme ese temor. Y aunque yo sabía que lo que sonaba no eran triquitracas sino bombas cayendo en algún lado y gente muriendo por eso, yo nunca lo vi pasar de cerca, nunca lo viví de inmediato, nunca lo sentí tanto como otros niños lo sintieron.

Allá por el año 87 nos fuimos a Costa Rica. Recuerdo el miedo que tuve porque ya habían querido meterse a la casa de mis abuelos y estaban tomando propiedades. Salimos de madrugada un día de diciembre, con frío, y pasamos la frontera de Peñas Blancas. Sentimos una premonición: todo mundo iba con miedo sin saber por qué, hasta que al día siguiente nos dimos cuenta que la Contra se había tomado la frontera y habían matado a toda la gente que estaba allí. Por un día nos salvamos de la muerte.

Si yo pudiera encerrar en una sola palabra lo que fue la Revolución para mí en mi infancia escogería Karma. Fue algo que no es ni bueno ni malo, un proceso de aprendizaje que yo tenía que vivir. Y lo viví. Y me sirvió para muchas cosas después”.

JAVIER, 35 AÑOS:
UNA OFICINA LLENA DE ATAÚDES

“Yo nací en Boaco, en el 76. Recuerdo cuando estaba en tercer grado de la primaria y hubo una emboscada de la Contra en el colegio. Mataron a una compañerita que estudiaba conmigo y a toda su familia también. Fueron como doce personas muertas. Recuerdo la vela, que fue enfrente de mi casa y vi el montón de ataúdes. Cosas que uno no entendía como niño y que, sin embargo, era capaz de presenciar porque estábamos en guerra.

Recuerdo las concentraciones populares en Boaco, las marchas, las banderas rojinegras por todos lados, la alfabetización, la reforma agraria y las campañas de salud pública. Dentro de los trabajos rojinegros que involucraban a la sociedad civil estaba cortar café en las fincas de Boaco. Yo corté café desde los diez años con mi hermano gemelo y con otra mucha gente que llegaba en camiones.

Recuerdo muy grabado en mis adentros las imágenes previas a los noticieros sandinistas de las 8 de la noche que daban en el canal 6. Aparecía todos los días en el noticiero una niña desnuda y quemada en Vietnam. Esa imagen belicosa yo no la entendía, pero sí me marcó mucho. Mi mamá trabajaba en una institución que se llamaba “Casa de todos los combatientes”. Ella era la responsable y daba apoyo a los lisiados de guerra y a las madres de los muertos. Hasta se encargaba de entregar a los muertos del servicio militar cuando morían. Iba a los lugares con los ataúdes y les entregaba a las familias sus muertos. Era algo atroz. Tengo la imagen impactante de entrar a la oficina de mi madre y ver aquel montón de ataúdes llenos de cadáveres vestidos con uniformes verdeolivo y camuflados. Tengo el recuerdo de otros niños levantando las tapas de los ataúdes viendo a los muertos caídos en la guerra. Muchos militares llegaban a mi casa y de pronto le decían a mi madre: “Mataron a Andrés, mataron a Roberto, mataron a Juan…” De esa forma la muerte rondó mi infancia, fue algo muy presente. Y muy ambiguo al mismo tiempo.

Tengo la imagen de la humillación que le hizo el Papa Juan Pablo II a Ernesto Cardenal en el 83. Lo vi en la televisión. No lo entendía, pues sólo era un niño, pero me quedó la imagen grabada del Papa con el dedo muy amenazante contra el padre Cardenal. Recuerdo también la misa nocturna que hizo el Papa en su primera visita a Nicaragua y las madres pidiendo oraciones por los hijos caídos en combate y el Papa regañando a las madres. Son tantas cosas que pasaron y que me marcaron…

Si pudiera hablar de ventajas en esa época diría que había más humanidad y menos consumismo. No había centros comerciales lujosos como ahora. Todo funcionaba en torno a la utopía de una sociedad más justa, donde se luchaba y se daba la vida por eso. La guerra fue la gran desventaja de la Revolución. La muerte ya no era un concepto, era una realidad palpable, algo cotidiano.

En una palabra la revolución para mí fue Liberación. La liberación de un país entero, la liberación de la ignorancia en los campesinos, la liberación de las transnacionales, que tristemente hoy de nuevo son las que dominan Nicaragua. Incluso la fe se liberó de tantos prejuicios y de un Dios distante”.

ANA MARGARITA, 33 AÑOS:
EL MIEDO A LA MUERTE

“Nací en León, pero mi familia decidió moverse de forma permanente a Managua cuando se dio el triunfo de la revolución, así que mis recuerdos infantiles son de la Managua revolucionaria. Mis cuatro hermanos fueron a alfabetizar y mis padres y yo íbamos cada fin de semana a un lugar distinto para ver a mis hermanos.

En mi cabeza tengo recuerdos de movilizaciones, de actos masivos. Y por eso, tengo la sensación de haber sido parte de todo aquel proceso. Quizás esa es la parte bonita, pero para mí la revolución también significó mucha soledad porque mi familia era una familia completamente comprometida con la revolución y eso implicaba abandono de los niños. Nos faltó ese acompañamiento que se le hace a los niños en su proceso de desarrollo. Como yo era demasiado chiquita, no iba a las movilizaciones ni a los cortes de café y me quedaba sola en la casa.

Por ser de una familia tan comprometida yo estaba segura de que en Nicaragua se estaba haciendo algo maravilloso, algo que yo sentía era como un cuento de hadas. Yo sentía que vivía en un país especial donde se estaba haciendo algo muy especial. Todo eso es muy lindo cuando uno es inocente. Me acuerdo del huracán Juana en el 88 y de haber ido a la Cruz Roja a separar ropa para los damnificados y de pasar días enteros allí trabajando en eso. Me hizo sentir importante estar entre tantas personas trabajando unidas como hormiguitas, y hasta los niños y las niñas pudiendo hacer cosas para que Nicaragua fuera un país mejor.

Pero también recuerdo la angustia de mi mamá cuando mis hermanos tuvieron que entrar al servicio militar y, aunque ella lo pudo canalizar con toda la fortaleza del mundo, la angustia se le sentía en los ojos. Mi hermano de en medio es lisiado de guerra. Estaba en un BLI (Batallones de Lucha Irregular) cuando fueron emboscados por la Contra. Tuvo una lesión seria en la cabeza por una explosión que le llenó el cuerpo de charneles, le perforó la vejiga, los intestinos y le destrozó la mano derecha. Los cubanos le hicieron una cirugía milagrosa tomando los nervios del pie para ponerlos en su mano, le pasaron un trozo de glúteo a la cabeza y lograron salvarlo. Mi papá y mi mamá estaban fuera del país cuando eso pasó y tengo el recuerdo intacto de mi hermano pesando sólo cien libras en una cama de cuidados intensivos luchando por su vida.

Eso me dejó bastante traumatizada y cuando a mi siguiente hermano le tocó ir al servicio militar yo me enfermé. Lloré mucho porque creía que se iba a morir al día siguiente. Son recuerdos impresionantes que ninguna niña debería tener. A pesar de todo, mis hermanos sobrevivieron, en un país donde la mayoría de las familias no pueden decir lo mismo. En aquellos años mi mayor miedo era el miedo a la muerte. Amigos de mis hermanos murieron. Mi primo murió y recuerdo la tragedia de mi familia con su muerte. Siempre había un muerto de por medio. Ésa es la parte oscura de la revolución.

Si pudiera definir en una palabra mi niñez en la Revolución escogería Agridulce. Yo soy lo que soy por el ejemplo que tuve durante la revolución y estoy muy agradecida por eso. Ya después de la revolución, me sentí traicionada en muchas cosas que yo antes defendía de forma casi intolerante”.

MARVIN, 31 AÑOS:
ARMANDO Y DESARMANDO UN AK-47

“Mi familia era bien sandinista. Mi papa fue guerrillero y luego trabajó en la Seguridad del Estado. Mi mamá era miembro del Estado Mayor del Ejército.

Nuestra infancia se dividía en épocas: la época del trompo, la del yo-yo, la de las chibolas, la de las piñatas comunales…A partir de la escasez aprendimos a compartir, no como ahora que hay mucho egoísmo, mucho individualismo. Recuerdo que a principios de los 90, cuando aparecieron los primeros niños huelepega en las calles fue para mí algo insólito, porque en los 80 no se veían niños pidiendo en los bulevares ni trabajando en los semáforos ni mucho menos oliendo pega o drogándose al aire libre.

Recuerdo aquel tiempo como de libertad: podía ir donde quisiera y moverme donde quisiera sin mayor temor. En la época de la revolución nunca le tuve miedo a nada. Nunca temí que se metieran a robar a mi casa o que alguien se subiera al bus a al Lada a asaltarnos. Nada me daba miedo. Todo entonces era más organizado. Recuerdo que para subirnos al bus usábamos unas fichas rojas que servían como monedas y que se depositaban en el famoso Pegaso.

En mi casa había armas de todo tipo, porque mi papa formaba parte de las TPU (Tropas Especiales Pablo Úbeda) comandadas por Tomás Borge. A los nueve años aprendí a armar y desarmar un AK-47, un fusil UZI, una Makarov. Aprendí a disparar en la base militar donde mi papa trabajaba. Yo jugaba a la guerra con él y él me enseñaba artes marciales y a esconderme en los refugios que se hacían en ese tiempo en los patios de las casas o en los colegios para salvarnos de los bombardeos.

¿Para qué todo aquel arsenal de armas en la cabeza de un niño? Yo le preguntaba a mi mamá y ella me decía que estábamos en guerra y que algún día necesitaría defenderme. Nunca pensamos que la revolución se vendría abajo. Creo que mi papá me estaba preparando para el servicio militar, que en ese tiempo era obligatorio a partir de los 16 años.

Las carencias fueron la gran ventaja de la Revolución. La carencia te enseña humildad, compañerismo y te obliga a trabajar, a ser creativo y a ingeniártelas para sobrevivir. El no tener algo te hace pensar en cómo tenerlo. Nosotros, los niños de esa época, aprendimos muchas cosas que los niños de hoy no saben. Eso fue una gran ventaja: aprendimos a cocinar y a convivir con unidad sabiendo que nadie te dejaría morir.

La gran desventaja fue que no se nos permitió tener nuestro propio criterio y nos lavaron el cerebro desde la casa, donde escuchábamos música revolucionaria, hasta el colegio, donde cantábamos el himno del Frente Sandinista. Yo estudié en La Salle y no nos dimos cuenta que todo aquel lavado de cerebro era para beneficio personal de nuestros padres y de nuestros maestros o de sus líderes.

En una palabra, para mí la Revolución fue Esperanza. Eso sí, una falsa esperanza”.

LONNIE, 29 AÑOS:
LIBROS QUE ERAN JUGUETES

“De aquellos años recuerdo sobre todo la navidad y mis cumpleaños. Eran momentos especiales, porque era cuando podía ver a mi papá, que estaba en el servicio militar en la montaña y eso lo obligaba a estar fuera de la casa la mayor parte del tiempo. Recuerdo una navidad abriendo los regalos con mis primos y…¡todos los regalos eran iguales! ¡Ideay, dije yo, todos estos jodidos fueron al mismo lugar a comprar el mismo regalo! Tuvimos que ponerle nombres a los juguetes para que no se nos confundieran.

Recuerdo que la única tele que teníamos se nos dañó por un montón de tiempo. Sin tele, teníamos que acudir a otras formas de diversión. Los libros. A mí me llevaban cada semana a la biblioteca comunal de Granada, donde había cuentos con ilustraciones y libros “pup-up”: vos los abrías y tenían elementos armados con movimiento. Todos eran rusos. Yo jugaba con aquellos libros, eran como juguetes. Interactuaba con los libros. Ahora los chavalos sólo buscan jugar con el nintendo, sólo con los videojuegos. Entonces, nosotros jugábamos en la tierra los sábados por la mañana: con tanquecitos de guerra, con soldaditos de plástico verde, con pistolitas negras…Todo con una tendencia bélica, sin darnos cuenta de la violencia directa que vivía el país. Nunca me gustó la separación de las familias. Algunos tíos y primos se tuvieron que ir del país. De niño crecí con primos que luego se fueron y hasta ahorita con la tecnología y las redes sociales es que me estoy reencontrado con ellos porque no regresaron nunca a Nicaragua.

Una ventaja de la revolución fue el acceso masivo a la cultura. Te ibas a un parque por la tarde a ver los títeres y pasabas el resto del día con tu familia. Ahora eso es impensable, los niños ni siquiera leen. Para mí, la desventaja de la revolución fue la ausencia de mi padre. Era todo un ritual, a veces alegre, a veces triste, ir donde él a verlo una vez por semana. Nos íbamos con la familia a pie hacia la Regional de Granada y si yo me había portado bien en la semana podía disfrutar la compañía de él. Pero si alguien le soplaba que yo no había hecho las tareas en clases, entonces mi papá, con aquella su formación militar, se ponía serio y me regañaba.

¿Una palabra que defina lo que fue la Revolución para mí? Nostalgia. Una etapa semi-romántica. A pesar de las limitaciones de aquel entonces, nunca me faltó un pastel el día de mi cumpleaños. Y me gustaba que la ropita no era la que ibas a comprar a la tienda, sino la que te cosía tu abuelita. Ahora, si un niño pide una camiseta, te la pide con todo y marca”.

FERNANDA, 33 AÑOS:
MINUTOS DE SILENCIO POR LOS MUERTOS

“Yo nací en Panamá y soy hija de padres hondureños. Cuando tuve dos años nos vinimos a Nicaragua motivados por el triunfo de la revolución sandinista. Recuerdo y creo que lo que construyo en mis pensamientos y lo que siento es lo que mis padres sintieron en esa época. Ésa es la base de mis sentimientos de niña en la época revolucionaria.

Recuerdo a mi papá con mucha entrega y pasión, muy convencido de lo que estaba haciendo. Y recuerdo a mi madre tratando que no nos faltara nada en la casa.

Por alguna extraña razón, siempre sentí la seguridad de que mi papá regresaría con vida de la montaña, a pesar de verlo salir de la casa con su uniforme verdeolivo, su fusil y sus botas gruesas de cuero negro. Yo quería ser hombre porque a los chavalos los dejaban hacer más cosas, pero era un sentimiento encontrado: al mismo tiempo no quería ser hombre porque tendría que ir al servicio militar obligatorio.
En el colegio donde estudié todos los lunes se hablaba de lo que pasaba en la guerra. Si había algún muerto en las familias de los alumnos del colegio lo anunciaban y se hacía un minuto de silencio. Eso está muy presente en mi memoria. Recuerdo a unos muchachos que regresaban en el bus del colegio cuando tocaba pasar por los barrios. Había muchachos muy mayores y yo los veía con mucha admiración. Me parecía que aquellos jóvenes barbudos y con bigotes que iban en el bus andaban en cosas peligrosas y valientes. Yo no entendía bien qué ocurría, pero sospechaba que no era nada muy bueno porque tenían el rostro duro de la guerra.

Recuerdo cuando íbamos con mi madre a la vieja Managua. Había una biblioteca súper linda en el parque Luis Alfonso Velásquez y pasábamos horas allí leyendo libros y viendo libros que yo no tenía en mi casa. También íbamos a caminar por el teatro Rubén Darío y por el malecón de entonces. Recuerdo también ir a la cinemateca, donde no había aire acondicionado como en los cines de ahora, y proyectaban películas y documentales de la revolución y películas cubanas, rusas y alemanas.

Mis recuerdos son muy felices en una época en la que no todos lo fueron. Sé muy bien, ahora que soy adulta, que mis recuerdos felices no son los de la mayoría de los jóvenes de Nicaragua. La única vez que me inundó una gran tristeza fue cuando me di cuenta de la derrota del Frente en las elecciones. Fue un dolor muy grande para mi papá. Fue la primera vez que lo vi llorar”.

NORMAN, 37 AÑOS:
MANTECA VIEJA Y AZÚCAR NEGRA

“Yo nací en Siuna. El 20 de diciembre de 1989 la Contra se tomó todas las Minas. Recuerdo que quemaron los radares y los almacenes que tenía el Frente por allí. Los sandinistas eran unos asesinos. Agarraban a los chavalos como perros y los mandaban al servicio militar. Y si alguno se negaba, los torturaban, les sacaban las uñas, los ojos, la lengua. Eran asesinos. La guerra venía desde Honduras hasta Waspan, desde Waspan hasta Bonanza, desde Bonanza hasta Rosita y desde Rosita hasta Siuna. Era por etapas.

Nosotros los pobres comíamos una manteca vieja que vendían en los puestos de repartición, donde daban como medio litro de aceite diario y lo mezclábamos con el cebo de las vacas, lo derretíamos y con eso comíamos. Cocinábamos unos grandes frijoles biterra y otros frijoles que eran puros gorgojos. Teníamos solo tres libras de arroz para comer en la semana. Comíamos un azúcar negra-negra que parecía tierra y hacíamos unas grandes filas para retirarla. Nos bañábamos con la mitad de un jabón en el agua del pozo. La gente clamoreaba por todo, pero ¿para donde agarrábamos?

Yo viví en el mero Siuna, en una finquita donde mi abuela. Una vez que mis hermanos y yo estábamos ordeñando nos cayó una vaca muerta por un charnelazo que la descolumnó. El charnel le cayó en la espalda a la vaca y cayó muerta sobre nuestro balde de leche. Hay gente que quedó sin pies, sin manos, sin ojos, mujeres, cipotes, ancianos…Yo tenía menos de trece años y me capié del servicio militar, pero ya de quince años para arriba los sandinistas empezaban a agarrar a los chavalos y los volaban a las camionetas militares, que los andaban buscando como delincuentes. Cuando encontraban a los chavalos que se escondían, los arreaban como si fueran bueyes y se los llevaban para entrenarlos en el servicio militar obligatorio.

Un familiar mío murió mientras venía en una camioneta civil de Managua a Waslala. A un tío mío le dispararon mientras dormía con su esposa. Y a otro muchacho lo hicieron paste, le hicieron heridas en las manos y los pies, todo porque se negaba a ir al servicio militar. Los chavalos morían de pura choña: un primo mío murió mientras un amigo desarmaba un AK-47 y se le fue el tiro pensando que no había balas. El tiro le dio en el pecho y sin querer lo mató.

Mi gran miedo era la guerra. En el pueblo casi no había hombres, solo mujeres, ya que a los hombres se los llevaban a la guerra. Las mujeres criaban a las criaturas, ordeñaban las vacas, cocinaban, vigilaban sus gallinitas y todo lo hacían solas porque sus maridos andaban en la guerra. Yo estaba de parte de la Contra porque no quería estar con los sandinistas. Yo estaba contra el sandinismo porque estábamos contra la guerra y contra el servicio militar obligatorio.

Fue terrible y doloroso. Todo lo que le hacían a las madres era doloroso. Cuando los hijos morían por una mina personal les traían unas cajas de madera con unos tallos de banano dentro, simulando que traían los restos de sus hijos. Eso hacían con las madres de los caídos. Y no las dejaban abrir las cajas para que no se dieran cuenta que eran tallos de banano y no sus hijos los que venían en esas cajas. Luego ellas se encargaban de enterrar aquellas cajas. Fue una salvajada. Recuerdo todo eso y para describir aquel tiempo escogería una sola palabra: Tristeza”.

HEYDI, 30 AÑOS:
PIÑATAS Y MUÑECAS CUBANAS

“Yo nací en Estelí en el 80, un año después del triunfo de la revolución. Estelí es una ciudad donde la mayoría de la gente es simpatizante del Frente Sandinista, una ciudad que se distinguió en la lucha contra Somoza. Mi mamá trabajaba para el Frente y, aunque no vivimos la guerra, porque vivíamos en la propia ciudad y no en la montaña, sí era común ver en mi casa a los “compas”.

Mi mamá era también una “compa”. Una de las cosas que más recuerdo es ver a mi mamá ponerse las botas de cuero y enfundarse el uniforme militar para ir a su lucha diaria. Ella se ponía un elástico en las botas para que el pantalón le quedara entubado. Lo que más resiento de esa época es su ausencia, porque mi mamá hacía largas vigilancias y turnos diarios que la obligaban a regresar tarde en la noche. En el ropero de mi mamá había siempre un AK-47 a la par de sus zapatos. Por suerte, a mis hermanos y a mí nunca se nos ocurrió tocar aquel arma.

De niña jugué con muñecas cubanas. Mi mamá organizaba las piñatas del barrio y cuando llegaban las donaciones de juguetes cubanos, ella se encargaba de distribuir las muñecas. Recuerdo que en una ocasión a una niña menor que yo le dio una muñeca negra grandotota. La chavalita se atacó en llanto porque le daba miedo la muñeca negra. Entonces mi mamá me pidió que mejor yo le diera a ella mi muñeca morena, que tenía una mallita en el pelo, y se la cambiara por la muñecota negra. Me dio pesar que ella la despreciara y yo la tomé con gusto. Fue la muñeca más especial de mi infancia.

Recuerdo que mi mamá, que era como la líder del barrio, organizaba encuentros para ver películas en el betamax de la casa de mi abuela. Llegaba el chavalero, unos quince o veinte chavalos, a ver películas que ahora todos añoramos. Otro pasatiempo de la época era jugar a marchar con los chavalos del barrio. Le dábamos la vuelta a la manzana desfilando con mantas panfletarias que decían: “El pueblo unido jamás será vencido”. Recuerdo que por chimbarona me caí de una bicicleta súper grande de marca ukraniana. A la escuela llevábamos nuestro vasito para la leche Klim que nos daban. Terminé aborreciéndola de tanto tomarla. Nos daban también flúor para el enjuague bucal cada mes y vitaminas siempre que se podía. No se me olvida la “carne del diablo”, un embutido enlatado de cerdo. Tampoco se me olvidan las enormes filas para conseguir el AFA (arroz, frijoles y azúcar).

La gran desventaja de la revolución fue la ausencia de mi madre y el abandono que sentíamos los niños. Otra desventaja fue vivir con el temor de que alguien muriera. Fue un tiempo en que se hablaba mucho de los muertos y del servicio militar. ¿Ventajas? En la escuela había una atención mucho más especial y preocupada por el crecimiento de los niños. Y los valores que nos inculcaron en esa época fueron muy buenos: la honestidad, la lealtad a la patria, la disciplina, la solidaridad, los derechos humanos…

Después de la derrota electoral del Frente Sandinista muchas personas, entre ellas mi mamá, quedaron en el desempleo y en el desamparo económico y se vieron obligadas a irse a Estados Unidos y a Costa Rica. Eso también me afectó mucho de adolescente. Pienso que Nicaragua siempre ha vivido en un contexto de violencia. Antes fue la guerra, hoy es la delincuencia. Ha cambiado el contexto, pero no el hecho. Eso es muy triste. ¿Cuántos reconocen que crecieron en un país en guerra? Seguramente muy pocos. Yo creo que debíamos hablar abiertamente de esta etapa de la historia nacional y reconocer todo lo que pasó. En una palabra la Revolución para mí fue Melancolía. Tengo sentimientos encontrados cuando recuerdo aquel tiempo”.

HENRY, 27 AÑOS:
NO HABÍA NINGUNA DIVERSIÓN

“Nací en Chontales, en el 84. Viví primero en Los Chinamos y luego me trasladé con mi familia a Santo Domingo. Nosotros éramos pobres. Yo miraba pasar a los sandinistas del ejército tirando caramelos, tirando maíz enlatado, chocolate empacado y verduras cuando tenían alguna actividad en la montaña.

Por la noche escuchábamos los bombardeos dentro de la montaña y yo me acurrucaba con mi hermano en la casa de paja y tablas de madera que teníamos donde mi abuelita, con quien vivíamos. Mi hermano, Carlos Manuel, era un año menor que yo. Mi tío Pablo murió de veinte años en Los Chinamos en el servicio militar. Les hicieron una emboscada y cayó con varios compañeros. Después de esa pérdida nos fuimos trasladando para el centro de Chontales porque la montaña era cada vez más peligrosa.

Mi mamá fue miembro del ejército y luego se casó con mi padrastro, un señor que era capitán del ejército. Recién murió porque en la guerra se agitó mucho y agarró agua en los pulmones y desde entonces se fue desahuciando de a poco. Yo tenía miedo que me fuera a caer algún mortero o algún misil que estaban tirando cerca de nuestra casa. Sólo se oían estallar los misiles cerro adentro, estallaban en el fondo de la noche. Cuando los guerrilleros contras llegaban de la montaña al pueblito tiraban todos los cadáveres de los sandinistas en hileras y cada quien iba a retirar a sus familiares. Las madres pegaban alaridos al ver a sus hijos caídos. A nosotros nos tocó retirar al tío Pablo. Esa imagen me quedó en la mente.

La pobreza fue la gran desventaja de la guerra. Nosotros no teníamos condiciones seguras. Había centros de salud de las brigadas del ejército, pero eran pocas y aisladas. Allí nos hacían pasar consulta cuando alguien se enfermaba. También pasaban brigadas especiales que nos daban medicamentos a los que vivíamos allí. Para mí los sandinistas no eran ni buenos ni malos, pero por lo menos no maltrataban a la gente. Yo vivía con mi abuelita porque mis padres andaban en el ejército. Mi papá era de la Contra y yo nunca lo veía. La última vez que lo vi fue hace ya diez años.

Teníamos nuestras manzanitas de tierra donde cultivábamos frijoles, maíz, yuca y quequisque, así que solo teníamos que comprar el azúcar y el arroz y lo demás lo sacábamos del huerto. A veces los militares sandinistas pasaban abriendo camino por el huerto y dañaban nuestros cultivos. Muchos guerrilleros contras llegaban a la casa de mi abuelita a pedir comida. Llegaban siete y mi abuelita les aliñaba unas treinta tortillas y unas bolsas de pinol que ellos le pedían. Les daba aquello sin esperar nada a cambio.

En aquel tiempo casi no había diversión. Yo como niño nunca me divertía. Mi hermano y yo pasábamos refugiándo¬nos en la casa y no podíamos ni siquiera ir a bañarnos al río porque era peligroso. La guerra estaba en su apogeo. En una palabra para mí la Revolución fue algo Histórico. Fue algo que pasó y que ya no volverá a suceder. Ahora hay mayor libertad de expresión, ya son otros tiempos”.

LOURDES, 30 AÑOS:
SIEMPRE SE IBA LA LUZ

“Yo nací en el año 80 en Bluefields. Viví en el barrio San Mateo y estudié en la Escuela Morava, donde todo era en inglés criollo. En la Costa la guerra se vivió muy diferente a como la vivieron en Managua. Desde que yo tenía dos semanas de nacida tuvimos en mi casa una muchacha que nos trabajaba. De niña, yo recuerdo que cuando íbamos con ella a lavar ropa en unas pozas cercanas a la casa, íbamos con miedo, un miedo terrible. Sabíamos que donde llegaban las mujeres a lavar la ropa, los “piricuacos”, los sandinistas del servicio militar las violaban. Había que ir rápido y de mañanita y con bastante gente para que no pasara nada. Recuerdo que los militares se silbaban entre ellos. Y cuando se escuchaban esos silbidos nosotras salíamos corriendo buscando la casa para estar seguras. A las que se quedaban allí las violaban, las drogaban con floripón, esas flores que tienen una droga que te deja inconsciente. A veces las violaban varios milicianos y les metían cosas y algunas eran niñas de catorce años.

En la época sandinista o eras sandinista o eras somo¬cista, aunque no fueras nada en realidad. A mi papá y a mi tío les llegaban a revisar la casa en la madrugada, una casa que habían hecho con su trabajo honrado desde antes de la revolución. Entraban forzadamente por la puerta y los metían al servicio higiénico y les metían la cabeza en el inodoro y se los llevaban por considerarlos contrarrevolucionarios. Mi papá conocía bien a todos aquellos vecinos sandinistas, que habían sido amigos de él antes de la revolución. Cuando llegaban a catearlo, él les respondía y discutía con ellos. Entonces lo callaban a golpes y lo echaban preso por ocho días, por trece días. Cuando estaba preso, mi papá los amenazaba diciéndoles que cuando saliera los iba a ir a buscar uno por uno para cobrar venganza. Entonces al salir lo volvían a golpear y lo volvían a echar preso. Hasta que mi papa se tuvo que ir de Nicaragua. Mi tío no tuvo la misma suerte y se lo llevaron a la reserva, donde sufrió mucho. Después nos lo regresaron porque se le pudrieron los pies de tanto andar las botas con agua y lodo en Kukra Hill en el mero suampo. Lo trajeron de vuelta porque ya no podía ni caminar.

Mi abuelita tuvo 21 hijos. A dos, a Jorge y a Lionel, se los llevaron a la fuerza al servicio militar. Al revisarle la casa a mi abuelita los sandinistas los encontraron y los acusaron de “traición a la patria”, por alojar supuestamente a “contras ticos”. Los agarraron con saña. A uno lo llevaron a Masachapa y lo encerraron en un lugar de reclutamiento. Al otro le dieron un balazo en los testículos, le sacaron las uñas, lo torturaron y ya muerto lo fueron a tirar en un parque que se llama Glorias de Bluefields.

Tuve otro tío que sufrió una suerte parecida. Metían los cadáveres en los volquetes de basura y los iban a tirar a la tarima del parque central de Bluefields. Recuerdo que mi mamá identificó a mi tío muerto cuando encontró entre los cadáveres a uno con un anillo que ella le había regalado. Tenía la cara desbaratada, le habían arrancado las uñas, le habían quemado el pecho. Lo torturaron antes de matarlo.
Yo estaba chiquita. Recuerdo a mi mamá gritándoles a los sandinistas que le entregaran el cuerpo de su hermano antes de quemarlo. Una miliciana le dijo a mi madre que ésos no eran cadáveres, sino perros, y que los perros no tenían lugar en el cementerio. Mi mamá siguió gritando reclamando el cuerpo de mi tío hasta que un señor amigo de ella, que era sandinista, les inventó a los milicianos aquellos que mi mamá estaba loca y que mejor le entregaran el cuerpo. Y así fue que se lo dieron. A los otros los tiraron en una fosa común.

Con las balaceras no se podía ir a comprar comida. Y los súperes estaban todos vacíos. Entonces nos tocaba comer a veces tres tiempos de avena: atol de avena, fresco de avena, todo de avena. Recuerdo que usábamos un desodorante llamado Toque final y comíamos unas latas de frijoles Pork&Bean y otros frijoles llamados biterra, unas cápsulas enormes que sabían a tierra. Nos lavábamos los dientes con la famosa pasta Dentex, que se sentía como si nos echáramos sal en la boca. Y la gente hacia sus propios jabones envolviendo el cebo de la manteca en unas hojas de chagüite. Aquellos jabones eran hediondos. Durante la noche, como siempre se iba la luz, nuestra distracción principal era ver las trazadoras rayando el cielo como luces de guerra, balas perdidas que quién sabe a cuantos niños mataron. Ésa era nuestra diversión.

En una palabra la Revolución para mí fue Desgracia. Por la violencia y por todo lo que nos tocó vivir. Fue innecesario”.

UNA GENERACIÓN PERDIDA

Después de reunir estos doce testimonios, algunos narrados desde las lágrimas, otros desde las sonrisas, todos relatados desde la seriedad que tiene la aguda experiencia de la guerra, me doy cuenta que no todo fue color de rosa y que, muy por el contrario a lo que algunos pensamos, la Revolución Popular Sandinista fue un período cruel y desgarrador para muchas familias. Muchos murieron innecesariamente. Muchos se fueron necesariamente del país. Y otros se quedaron viviendo en Nicaragua con sus traumas y nunca más volvieron ser los mismos.

¿Quiénes son los responsables? ¿La Dirección Nacional, manejada sólo por hombres educados en los esquemas de una cultura autoritaria y patriarcal? ¿Otros dirigentes, que no tuvieron suficiente talante ético para no corromperse? ¿El gobierno de Estados Unidos, que alentó la guerra? ¿Fidel Castro y su influencia sobre lo que ocurría en Nicaragua? Pienso que ya no tiene caso señalar a nadie. Ya pasó. Hoy la revolución es historia y como hecho histórico nos toca reflexionar sobre esa etapa y aceptar lo que tuvo de bueno y lo que tuvo de malo. ¿Cómo hacer memoria de todo lo malo y de todo lo bueno? No lo sé. Sólo una cosa siento que puedo asegurar: mi generación es una generación perdida. Somos esa generación que se quedó a mitad del camino cuando estaba en marcha un proyecto que prometía la construcción de un hombre nuevo que nunca se terminó de construir.

Treinta y dos años después de aquel acontecimiento que marcó un antes y un después en la historia de Nicaragua yo me quedo callado y hago un minuto de silencio por todos los que en aquellos años de mi infancia cayeron combatiendo, luchando por hacer realidad lo que soñaron tantos mártires hoy traicionados.

COMUNICADOR SOCIAL.

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