Guatemala
Un fantasma recorre el país: la justicia maya
Las poblaciones mayas reclaman que se reconozca su sistema jurídico propio.
Reclaman un derecho que crea derechos.
El gran capital guatemalteco ha cerrado filas
contra la iniciativa que propone incluir en la Constitución este derecho.
Reconocer el pluralismo jurídico en Guatemala
es un pequeño pero significativo correctivo
a 500 años de una situación de despojo y de violencia
que ha mantenido a los indígenas mayas sin un Estado que los defienda.
José Luis Rocha
Un fantasma recorre Guatemala: el fantasma de la justicia maya. El gran capital, los tertulianos biempensantes, los ángeles custodios del derecho positivo, las plumas omnipresentes en las páginas de opinión, los adictos incondicionales a la soberanía nacional y los paladines de los derechos humanos se han unido para acosar a este fantasma. Este fantasma casi siempre ha estado ahí, agazapado en las montañas del altiplano, encarnado en el derecho consuetudinario, pero ahora quiere penetrar en el Estado, adquirir carta de ciudadanía dentro de un sistema jurídico plural e incluso recibir una espaldarazo en la Constitución de la República.
REFORMA CONSTITUCIONAL
El 25 de abril de 2016 la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), el Ministerio Público y el Procurador de los Derechos Humanos, en el marco de un paquete de reformas a la Constitución, propusieron incluir el siguiente párrafo en el artículo 203 de la Constitución: “Las autoridades de los pueblos indígenas podrán ejercer funciones jurisdiccionales de conformidad con sus propias normas, procedimientos, usos y costumbres siempre que no sean contrarios a los derechos consagrados en la Constitución y a los derechos humanos internacionalmente reconocidos. Para este efecto deberán desarrollarse las coordinaciones necesarias entre el Sistema de Justicia Oficial y las autoridades indígenas”.
TRES CONCEPTOS
Derecho comunitario, consuetudinario e indígena no son conceptos equivalentes. El Derecho comunitario se refiere a los mecanismos de justicia local, que existen también en comunidades no indígenas, como la favela que Boaventura de Sousa Santos llama Pasárgada y cuyas normativas y procedimientos analiza en “Sociología jurídica crítica”.
El Derecho consuetudinario hace referencia a las normas basadas en la costumbre. El Derecho indígena es el que se presenta como un sistema jurídico con significado y procedimientos propios. En el caso de los pueblos mayas, los tres se traslapan.
El derecho maya (indígena) es el que rige en sus aldeas (comunitario) y el que se legitima, sobre todo ante la población local, como una justicia basada en los preceptos de los ancestros (consuetudinario). Usemos los tres términos indistintamente.
EN ECUADOR Y EN BOLIVIA
Los pueblos indígenas latinoamericanos han tenido en el derecho consuetudinario un instrumento para resolver sus conflictos, expresar sus tradiciones y reproducir su identidad. Sin ser reconocido como un derecho por las legislaciones nacionales, se venía ejerciendo al margen, a escondidas o incluso a contrapelo de las disposiciones administrativas de los aparatos estatales.
El fin de los regímenes militares en América Latina abrió espacios a las luchas indígenas y al respeto por sus instituciones y mecanismos de autodeterminación. En algunos países el derecho indígena obtuvo un reconocimiento que se presume sustancial y duradero, como parte de un proceso de refundación de un Estado que se reconoce plurinacional. Desde 2008 y 2009 las constituciones de Ecuador y Bolivia reconocen la paridad del derecho indígena. Según el artículo 179 de la Constitución boliviana la legislación ordinaria y la “jurisdicción indígena originaria campesina tienen la misma jerarquía”. Algunos critican que la jurisdicción indígena esté confinada a las áreas rurales y que la ley exige que los magistrados indígenas sean abogados. Ecuador ha legalizado la aplicación del derecho indígena a indígenas y no indígenas, aunque sólo en aldeas indígenas. Eso ha ocurrido en dos países muy diversos. Ecuador tiene sólo el 7% y Bolivia el 62% de población indígena.
EL PAÍS LEGAL NO REFLEJA EL PAÍS REAL
Guatemala tiene casi una década de rezago en el avance hacia el reconocimiento de un aspecto clave de la plurinacionalidad. A pesar de su peso demográfico (¿o debido a los anticuerpos que ese peso suscita?), los indígenas guatemaltecos no han obtenido ese reconocimiento. Todo lo contrario: en 1999 un referendo rechazó una propuesta de reforma de la Constitución que incluía el reconocimiento oficial del derecho indígena. En Guatemala, los indígenas están en una posición de desventaja porque el país legal no se ajusta a la demografía del país real.
En 1998 el PNUD calculaba un 41.7% de indígenas en Guatemala, el mismo porcentaje que la CEPAL calculó en 2010. Algunas organizaciones indígenas, como la Defensoría Maya y la Coordinadora Nacional Indígena y Campesina (CONIC), elevan esa cifra al 60%. La disputa por el número, sus alzas y bajas según la posición política de la fuente, es altamente significativa. Quizás estos números elevados infunden temor y desencadenan las reacciones, a menudo brutales y abiertamente ofensivas, que sin ápice de pudor violan el protocolo de lo políticamente correcto, expresadas en páginas de opinión de los medios guatemaltecos contra la justicia maya en sí misma y contra su reconocimiento constitucional.
Líderes e intelectuales indígenas han expuesto sus argumentos y organizaciones indígenas han presionado en febrero de 2016 con tomas de carreteras y manifestaciones pacíficas. La fuerza de las demandas y las reacciones son sintomáticas de la tensión que el antropólogo estadounidense Charles Hale encontró en Guatemala hace más de una década: “Los triunfos del empoderamiento indígena son irrefutables. Un índice revelador de este empoderamiento es la ansiedad que sienten muchos ladinos, quienes temen que su largo dominio se esté desvaneciendo”.
UNA REFORMA COHERENTE
Tal y como está siendo discutida en la Asamblea Nacional desde octubre de 2016, la propuesta consiste en sustituir la frase de cierre del artículo 203 de la Constitución de 1985 reformada en 1993 (“Ninguna otra autoridad podrá intervenir en la administración de justicia”) por dos párrafos: “Las autoridades indígenas ancestrales ejercen funciones jurisdiccionales de conformidad con sus propias instituciones, normas, procedimientos y costumbres siempre que no sean contrarios a los derechos consagrados dentro de la Constitución y a los derechos humanos internacionalmente reconocidos”.
“Las decisiones de las autoridades indígenas ancestrales están sujetas al control de constitucionalidad. Deben desarrollarse las coordinaciones y cooperaciones necesarias entre el sistema jurídico ordinario y el sistema jurídico de los pueblos indígenas o en caso de existir conflictos de competencia, el Tribunal de Conflictos de Jurisdicción resolverá lo pertinente, conforme a la ley”.
Según el abogado Edgar Raúl Pacay Yalibat, ex-Presidente de la Corte Suprema de Justicia, este reclamo de reconocimiento es mera coherencia con el artículo 66 de la Constitución: “Protección a grupos étnicos. Guatemala está formada por diversos grupos étnicos entre los que figuran los grupos indígenas de ascendencia maya. El Estado reconoce, respeta y promueve sus formas de vida, costumbres, tradiciones, formas de organización social, el uso del traje indígena en hombres y mujeres, idiomas y dialectos”. Y el derecho indígena es parte medular de las costumbres, tradiciones y formas de organización social.
UN DERECHO RECUPERADO
El derecho consuetudinario de los indígenas fue recuperado en los años 90 y fue entonces etiquetado como derecho consuetudinario indígena, sistema jurídico maya, justicia maya y justicia indígena, entre otros títulos. Se trata de una recuperación y no de una creación.
Los historiadores han desempolvado documentos donde la Corona española reconoce las leyes de los indígenas. Según el historiador del derecho Antonio Dougnac Rodríguez, esas leyes y costumbres fueron sancionadas por la Corona española en 1530, 1542 y 1555. El 6 de agosto de 1555, a petición de Juan Apobezt, cacique en Vera Paz (Guatemala), el rey Carlos I declaró en real cédula: “Aprobamos y tenemos por buenas vuestras buenas leyes y buenas costumbres que antiguamente entre vosotros habéis tenido y tenéis para vuestro regimiento y policía, y las que habéis hecho y ordenado de nuevo todos vosotros juntos…”
El inquisidor y luego obispo Diego de Landa, conversor de almas idólatras, ejecutor de cuerpos apóstatas e incinerador de códices paganos, nos dejó en su acervo de medias verdades y embustes completos algunas líneas sobre presuntas costumbres precolombinas de los mayas: “El hurto pagaban y castigaban, aunque fuese pequeño, con hacer esclavos, y por eso hacían tantos esclavos, principalmente en tiempo de hambre… Y si eran señores o gente principal, juntábase el pueblo y prendido (el delincuente) le labraban el rostro desde la barba hasta la frente, por los dos lados, en castigo que tenían por grande infamia”.
“¡AQUÍ VA UN LADRÓN!”
En 1937 el antropólogo estadounidense Charles Wagley dio testimonio del sistema jurídico en Santiago Chimaltenango para castigar a una mujer acusada. La politóloga Rachel Sieder y el antropólogo Carlos Flores documentan en “Dos justicias” (2012) un caso similar al que Wagley en 1937 registró así: “Si se prueba que el acusado es ladrón, el alcalde y los regidores lo conducen a través del pueblo y lo exhiben ante los ojos de todos, mientras la multitud lo rodea y lo sigue. Una marimba y un tambor se encargan de atraer la atención sobre el ladrón, el cual es forzado a llevar sobre la cabeza lo que ha robado. La gente grita: ¡Aquí va un ladrón! Los regidores lo escoltan posteriormente hasta San Pedro, en donde el intendente lo envía a la cárcel de Huehuetenango o a la de Guatemala. Los que han sufrido esta vergüenza pública raras veces vuelven al pueblo después de haber cumplido sus condenas”.
No deja de ser elocuente el hecho de que, incluso en el régimen de Ubico, famoso por su carácter represivo y durante el cual Wagley realizó su trabajo de campo, hubiera un espacio para la autonomía del gobierno indígena, que posteriormente desaparece, aunque lo hace después. Todavía en 1967 el antropólogo guatemalteco Joaquín Noval señala que “la comunidad indígena guatemalteca desarrolló y mantuvo durante largo tiempo una organización política y religiosa combinada, regida por una jerarquía de edades que servía para enlazar a la comunidad con el aspecto formal de la religión y con el Estado, aislándola al mismo tiempo, por el hecho de reinterpretar en términos locales las disposiciones de estos elementos nacionales. Las disposiciones de la Iglesia formal y el gobierno nacional no llegaban al individuo, la familia y grupos particulares directamente, sino tamizadas por las fuentes indígenas del poder”. Noval presenta a las autoridades indígenas como mediadoras y traductoras, y no como creadoras y fuentes del derecho, aunque reconoce que organizaban servicios policiales.
EL “DERECHO” DEL EJÉRCITO
El sacerdote y antropólogo guatemalteco Ricardo Falla describe paso a paso el proceso mediante el cual, desde los años 60, el ejército se fue añadiendo atribuciones más allá de su tradicional rol coercitivo, en detrimento y atropello de los espacios de deliberación y toma de decisiones de las cooperativas del Ixcán. A lo largo de décadas, el militarismo no sólo redujo los ya harto menguados márgenes de autogobierno de las comunidades indígenas. También se apropió y monopolizó competencias de otras ramas del poder estatal y controló el cooperativismo e incluso el comercio.
El ejército se convirtió en la institución total allí donde otros brazos del Estado se habían achicado o jamás habían llegado. Su capacidad coercitiva se expandió con la creación de las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) a finales de 1981, legalizadas por la Asamblea Constituyente de 1984. Según el investigador británico Roddy Brett, “predominantemente bajo supervisión militar, las PAC se convirtieron en instrumento de masacres y asesinatos selectivos individuales de aquellos acusados de colaborar con la insurgencia o de participar en ella en la Guatemala rural”.
EL “DERECHO” DE LAS PAC
Voceros del ejército aseguran que en las PAC llegaron a participar entre 300 y 500 mil hombres de 15 a 60 años, que en 850 poblados patrullaban vastas zonas en cuadrillas de 10 a 14 hombres, en rastreos que podían durar varios días y que debían realizar un día de cada tres. Brett cita un informe de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala que afirma que en 1995, antes de desarmarlas dentro de los Acuerdos de Paz de 1996, todavía eran 375 mil.
El ejército invistió a los jefes de las PAC y a los comisionados militares con facultades para juzgar y ejecutar. Sus intervenciones no se limitaron al ámbito político, también dirimieron conflictos matrimoniales, pleitos, robos y problemas de propiedad. En aquellos años el derecho consuetudinario maya desapareció o sólo pudo ser ejercido de forma clandestina.
Hubo un desmantelamiento y suplantación de las estructuras comunitarias de poder. La historiadora guatemalteca Matilde González aclara qué significado tuvo esta dramática transformación para el derecho consuetudinario: “Los mecanismos de mediación y negociación de los conflictos que habían tenido autoridades de Costumbre o de AC (Acción Católica), fueron sustituidos con la aplicación arbitraria de las normas y medidas disciplinarias de las PAC. La violencia verbal y física se convirtió en el mecanismo utilizado para dirimir diferencias”. La investigadora británica Rachel Sieder coincide: “La violencia contrainsurgente dejó a las personas sin mecanismos pacíficos y culturalmente apropiados para regular su coexistencia”.
DESPUÉS DE LA GUERRA
Con reuniones semanales entre las PAC y los comisionados militares, y más de un año y diez meses de trabajo voluntario por patrullero entre 1983-1996, las PAC sirvieron para que el ejército mantuviera un control férreo sobre las comunidades. Pero, como la autoridad de las PAC derivaba del poder coercitivo del ejército y no emanaba del consenso comunitario, la disolución en 1993 de los comisionados militares, en 1995 de las mismas PAC en varias localidades y en 1996 su completa desmovilización, reabrió el espacio para la recuperación de las viejas instancias comunitarias de autoridad y juridicidad.
Antes de la recuperación y después de la firma de la paz, el departamento del Quiché fue escenario de una ola de linchamientos contra supuestos delincuentes, ejecutados a golpes o quemados vivos. En las zonas más afectadas por la guerra se recurrió más a los linchamientos como mecanismo de reducción de la inseguridad, en un contexto donde el poder coercitivo menguaba y la institucionalidad no pasaba de ser una promesa. La justicia indígena ya era una necesidad, faltaba su oportunidad.
LA HORA DE LOS DERECHOS DE “LAS MINORÍAS”
Roddy Brett sostiene que durante la preparación de los festejos de los 500 años del “descubrimiento” de América en 1992, aparecieron diversos movimientos indígenas que cuestionaron la celebración y los postulados liberales de gobiernos que hacían caso omiso de la diversidad cultural y la supervivencia de la opresión colonial en variadas formas. Fue un contexto favorable para las plataformas de lucha por los derechos de los pueblos indígenas. La concesión ese año del Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú se inscribe en una ola de revaloración y de reconocimiento de los indígenas.
Estos eventos no ocurrieron por generación espontánea. Hubo un contexto internacional que fue terreno fértil para el florecimiento de estas iniciativas.
También en 1992, la ONU aprobó la “Declaración de los Derechos de las Personas Pertenecientes a Minorías Nacionales o Étnicas, Religiosas o Lingüísticas”. Este trasfondo internacional propició un apoyo supranacional al resurgimiento del derecho maya y posibilita ahora su reconocimiento oficial en un sistema legal pluralista. Desde sus inicios, los organismos internacionales han influido en las defensorías mayas: han apoyado las iniciativas que vinculan el activismo local con las agendas internacionales sobre los derechos humanos.
En este contexto, en los años 90 el financiamiento internacional de los temas indígenas fortaleció las organizaciones y causas mayas, y su diversificación, por diversas vías: el Banco Mundial con el “Fondo Indígena” que formaba parte de sus fondos especiales; la USAID, que patrocinó el fortalecimiento de las entidades de la sociedad civil con una opción preferencial por las organizaciones mayas, el mecenazgo de la Comunidad Europea y los países escandinavos, que hizo posible el surgimiento de la Coordinadora de Organizaciones del Pueblo Maya (COPMAGUA).
AÑOS 90: EL DERECHO MAYA
La Defensoría Maya nació en 1993 de la fusión de dos redes de derechos humanos que operaban en los departamentos de Quiché y Sololá. Sus objetivos de largo plazo han sido la recuperación de los derechos culturales colectivos de la población indígena, incluyendo las estructuras locales de autoridad y el restablecimiento y oficialización del sistema legal maya. Es una concepción que incluye la estructura política como parte de la cultura.
Al principio, en Sololá hablaban del “sistema de resolución de conflictos”. Después, del derecho consuetudinario y derecho maya. Los activistas de Sololá ya habían trabajado en la recuperación de la alcaldía indígena desde 1992, pero el apoyo internacional fue clave: en 1994 la embajada de Canadá concedió a la Defensoría maya un apoyo financiero de largo plazo que le permitió consolidar y ampliar sus redes y su trabajo. Fue hacia 1994-95 que empezaron a usar el término “derecho maya”. El derecho consuetudinario se politizó con la demanda de una pluralización del sistema legal.
En 1995 se firmó el Acuerdo sobre la Identidad y los Derechos de los Pueblos Indígenas (AIDPI), basándose en el convenio 169 de la OIT sobre pueblos tribales e indígenas en países independientes. El último capítulo del AIDPI enuncia la necesidad de reformas constitucionales que reconozcan la naturaleza multiétnica, multicultural y plurilingüe de la nación-Estado de Guatemala y también “la capacidad de las comunidades indígenas para utilizar el derecho consuetudinario”, con parecida salvedad a la que estableció la Corona española 500 años atrás: “Cuando no sea incompatible con los derechos humanos reconocidos internacionalmente y en la Constitución nacional”.
¿MENOS PELIGROSO?
La mengua en el mundo de las violaciones a los derechos humanos también favoreció un cambio en los parámetros de la lucha social: de derechos universales individuales a derechos colectivos étnicos. Brett observa que “protestar por marginación y opresión sobre bases culturales dentro de una nación-Estado que había tratado a la oposición basada en clase con una brutalidad feroz e infatigable, aparentaba ser políticamente más efectivo y menos peligroso que hacerlo sobre demandas de exclusión económica… Las demandas de derecho basadas en factores étnicos parecían ser menos amenazantes para los intereses de la élite y se apoyaban en un movimiento indígena, cada vez más efectivo, que operaba dentro de un contexto nacional e internacional favorable”.
El modelo neoliberal puso énfasis en políticas de descentralización administrativa, en mayor participación local en la provisión de bienes públicos y en el reconocimiento de la diversidad étnica. El reconocimiento de la justicia maya parece calzar en estas tres propuestas neoliberales. Pero las luchas del movimiento maya contienen -en el seno mismo de su reclamo de respeto a su cultura- elementos en modo alguno inocuos que no pueden ser catalogados como emanaciones del diversionismo neoliberal.
“TOCAMOS A LA ÉLITE”
Hace más de diez años Charles Hale constató que el florecimiento maya, en parte apoyado por el multiculturalismo adoptado por el Estado, había producido notoria inquietud, aprehensión y ambivalencia entre los ladinos de Chimaltenango. Esa inquietud encontró poco después sobradas razones para subir de tono: el reclamo de pluralidad jurídica, el reconocimiento de las autoridades locales y las demandas de títulos de tierras de comunidades indígenas como derechos culturales. El florecimiento maya había dado frutos en modo alguno inofensivos, desviándose de su versión neoliberal domesticable y convirtiéndose en una oportunidad potencial de resolver las miles de controversias territoriales en un país con alta conflictividad agraria. Entre 1997 y 2013 la Comisión Presidencial para la Resolución de Conflictos de Tierra y la Secretaría de Asuntos Agrarios, registraron 6,482 conflictos agrarios, el 44% en los departamentos de Alta Verapaz, Izabal, Quiché y Huehuetenango. Involucraron a unos 2 millones de personas.
Esa arista conflictiva fue enfatizada por Rafael Chanchavac Cux, entonces sub-coordinador de la CONIC: “Nuestras propuestas sobre la redistribución de la tierra tocaron los intereses de la élite. Para nosotros, nuestra cultura viene de la Naturaleza, de la tierra. Pero el gobierno sólo habla y reconoce la identidad étnica, no la cultura de la tenencia de la tierra”.
EL DERECHO A TENER SU PROPIO RÉGIMEN DE DERECHOS
El “indigenismo” en América Latina, que tuvo mayor desarrollo en México, Perú y Brasil, ha revestido diversas formas. El mero interés folclórico e investigativo por lo indígena. La formulación del ser y el deber ser de sus luchas. La presentación de los indígenas como una cultura y raza superior, incluso modelo de la sociedad futura. La concepción no racial sino cultural de lo indígena. Y la subsunción de las luchas indígenas en las categorías del marxismo clásico, que fue la posición de José Carlos Mariátegui, uno de los pensadores de izquierda que más se ocupó de lo que él denominó “el problema indígena”.
En sus “Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana” Mariátegui pronostica la lucha de los indígenas contra el orden feudal, pero le asigna a esa lucha un papel en buena medida centrado alrededor del recurso tierra. Tanto para Mariátegui como para otros indigenistas (Luis E. Valcárcel y José María Arguedas, por citar dos casos significativos) los indígenas tenían derechos: a la tierra, a un trabajo bien remunerado, a la educación, a recibir apoyo del Estado, a reproducir su cultura. Tenían derechos económicos, sociales, culturales y políticos, pero no el derecho político a ejercer su propio derecho. Sólo tenían derechos derivados de un sistema de derechos superpuesto y no derechos que emanaran de una fuente autónoma y que fueran expresión de su propio régimen de derechos. Y éste es precisamente el nudo del carácter profundamente contrahegemónico del reclamo maya a ver reconocido su sistema jurídico: es un derecho que crea derechos.
PROMOVER LA DIFERENCIA
La pluralidad jurídica fue el fruto prohibido del multiculturalismo. En Guatemala, antes de la guerra, la posición dominante entre los ladinos poderosos era la promoción de la diferencia, concebida como separación y desigualdad. Los gobiernos militares y los sectores cultivados defendían diversas variantes del asimilacionismo. Los militares impusieron lo que Hale llama “asimilación disciplinaria”. Y los sectores cultivados, una especie de integración promovida desde una actitud condescendiente.
Alentado por entidades supranacionales y presionado por las organizaciones indígenas, el Estado neoliberal promovió un multiculturalismo que retomó la tesis de la diferencia. La lucha por la igualdad incorporó la lucha por el reconocimiento de las diferencias. Las organizaciones mayas le dieron un nuevo contenido a las diferencias. En el caso de la justicia maya incluye el reconocimiento de igual validez legal donde hubo desigualdad, así como complementariedad y coordinación donde hubo separación. Esta reedición de la diferencia es un plato fuerte, y no un postre neoliberal, que ciertos sectores en Guatemala no pueden digerir. Quizás ni oler.
VOZ DE ALARMA DEL CACIF CONTRA EL “CISMA” JURÍDICO
El rechazo del gran capital a la reforma del artículo 203 de la Constitución que se debate hoy en Guatemala no tuvo fisuras.
Felipe Bosch, del grupo Pollo Campero y presidente de la Fundación para el Desarrollo de Guatemala (FUNDESA), lanzó la voz de alarma durante la clausura del Encuentro Nacional de Empresarios en 2016: El reconocimiento de la justicia indígena dividiría más a los guatemaltecos.
Le hizo eco Salvador Paiz, del grupo Hiper Paiz, hoy propiedad de Wal-Mart y vicepresidente de FUNDESA: “No tengo nada más que admiración a las autoridades indígenas ancestrales… No obstante, el texto propuesto de jurisdicción indígena, deja vacíos y más preguntas que respuestas… La aprobación irresponsable de reformas que carezcan de mecanismos de coordinación adecuados, que no contengan suficientes límites y que estén llenas de ambigüedades, sin duda alguna, debilitará todo nuestro sistema de justicia”.
El Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF) dio a conocer su posición en un pronunciamiento del 7 de noviembre de 2016: “No es necesario hacer ninguna modificación constitucional en el tema del pluralismo jurídico, dado que no se pueden tener sistemas jurídicos paralelos, ya que esto atenta contra la certeza jurídica y la igualdad ante la ley, llama a una aplicación subjetiva de la ley y en consecuencia genera confusión y atenta nuevamente contra la certeza”.
El gran capital guatemalteco ha cerrado filas contra el reconocimiento constitucional, incluso contra cualquier tipo de reconocimiento, de la justicia indígena. Lo perciben como una suerte de intento de independencia jurídica, con el agravante de que los independentistas no son criollos que se desagregan del centralismo capitalino, sino indígenas que reclaman una jurisdicción legal comunitaria. Ven ese reconocimiento como un atentado contra el centralismo de las élites. Según Charles Hale, para un sector de los guatemaltecos, el país ideal sería una Guatemala sin indígenas ni ladinos, “una visión de asimilación clásica que implícitamente favorece a las personas de la cultura dominante”. Y ése es el ideal que en el terreno legal apuesta por la unicidad jurídica.
¿UNIDAD JURÍDICA EN UN MAR DE SISTEMAS NORMATIVOS?
El problema no es, como proclama el CACIF, el peligro potencial de un sistema jurídico paralelo. En Guatemala existen numerosas entidades que establecen normas que aplican a distintas minorías y que a menudo entran en contradicción con la legislación nacional. Por ejemplo, la iglesia católica condena a los amancebados y no permite los divorcios, y puede aplicar penas que van desde leves penitencias hasta la excomunión. Censura el uso de los anticonceptivos que son promovidos insistentemente por el gobierno y el UNFPA, con lo que practica una abierta oposición a la política demográfica oficial, y en ese sentido atenta contra el proyecto del Estado-nación. La exclusión de las mujeres del sacerdocio atropella diariamente la equidad de género, pero ningún Estado reclama un cambio en esa dirección ni osa pretender una intervención en lo que es potestad del fuero eclesiástico.
Muchas iglesias evangélicas prohíben a sus miembros lo que la legislación reconoce como derechos, pero al CACIF le tiene sin cuidado que los ciudadanos evangélicos se sometan a un régimen que les impide ser iguales ante el derecho positivo guatemalteco. En un ámbito no religioso encontramos que los organismos del sistema de Naciones Unidas establecen a menudo regímenes de contratación y de uso de la propiedad intelectual que están en abierta contradicción con las legislaciones de los Estados-nación a cuyos ciudadanos las aplican. Nada de esto perturba al CACIF, al que jamás se le ocurriría tampoco demandar la abolición del ejército, en vista de que operó conforme a códigos “alternativos”, arrogándose potestades judiciales y policiales para crear una condición de juridicidad paralela que posibilitara y legitimara las masacres de civiles a inicios de los años 80.
HAY GRUPOS CON CÓDIGOS PROPIOS
En toda sociedad conviven diversos sistemas normativos, formales e informales. El filósofo estadounidense Michael Walzer ya había apuntado que el derecho positivo comprende sólo una pequeña porción de las reglas que debemos observar y de las obligaciones en las que incurrimos para vivir en sociedad.
Las obligaciones provienen de muchas fuentes. Esto significa que las personas determinan sus obligaciones mediante el examen de su consentimiento o de varios consentimientos que a menudo entran en conflicto. Paiz y Bosch hubieran entrado en conflicto con un código tácito del CACIF, y de sus círculos sociales más cercanos, si se hubieran pronunciado a favor de la justicia indígena.
La colisión de normativas se produce constantemente. Los miles de militares que no declararon en el juicio por genocidio contra Ríos Montt antepusieron un código de lealtad grupal militar a su deber como ciudadanos. Los empresarios que no denuncian el blanqueo de dinero de sus colegas, protegen sus propios intereses económicos y su vida, pero lo hacen con buena conciencia porque antes que ciudadanos guatemaltecos son miembros de un selecto grupo dominante que posee su propio código de conducta. Las sociedades secretas y las iglesias son ejemplos de grupos con reglamentaciones formales, frecuentemente no compatibles con el derecho positivo de supuesta cobertura nacional. Esa pluralidad normativa es un hecho y rompe diariamente la unidad jurídica por la que el CACIF se rasga las vestiduras.
Walzer sostiene que esos grupos pueden tener códigos muy estructurados. Su gran diferencia con el Estado es que sólo pueden reclamar autoridad sobre un fragmento limitado de los habitantes de un país y sobre una porción de su conducta. La pertenencia a uno de estos grupos implica la obediencia a sus reglas con tanta o mayor fuerza que a las leyes del gran grupo llamado Estado. Estos grupos tienen un peso gigantesco, pues determinan, por herencia y por biografía, lo que un individuo ha aceptado hacer en tanto miembro de una comunidad.
LO QUE PROCLAMAN LOS MAYAS
Algunos de estos grupos tienen su propio sistema jurídico: las iglesias y el ejército. También lo tienen los grupos mayas. Lo que ahora reclaman es un reconocimiento oficial. El CACIF tiene pánico a que una legislación de facto se convierta en un derecho respaldado por la Constitución. Sostiene que ese reconocimiento abre las puertas a la subjetividad y a elementos fuera de control que atentan contra la unidad estatal. Quizás piensan que institucionalizaría la posibilidad de desobedecer. Pero ese reconocimiento oficial es la vía más sensata para que entre la justicia indígena y la justicia oficial no exista la incompatibilidad que la justifica oficial tiene con otros sistemas normativos. La justicia indígena no promueve el cisma. La diversidad legal precede al derecho positivo, que se ve obligado a convivir con otros sistemas, incluso a hacer la vista gorda ante ellos. El pluralismo jurídico institucionalizado tiene el potencial de compatibilizar el sistema estatal con un sistema que es informal en unos aspectos y formal en otros.
Negar el reconocimiento oficial, en la forma de un pluralismo jurídico institucionalizado, es negar que esa pluralidad es un hecho y que hay que trabajar sobre esa base para no cerrar las puertas a la posibilidad de lo que Boaventura de Sousa Santos llamaría una ecología de saberes jurídicos.
Al CACIF no le satisface la posibilidad de una coordinación. No le basta ni siquiera la subordinación. Necesita la ficción de una unidad monolítica para asegurar el control del Estado. Cualquier otra fórmula atenta contra la unidad del Estado guatemalteco. Pero su apelación a la unidad para descalificar la justicia maya no es válida porque la pluralidad ni supone ni propone romper esa unidad.
La realidad es que el pluralismo jurídico es un hecho y encarna en coordinaciones entre los dos sistemas de justicia: ladinos que presentan sus casos ante los tribunales indígenas, juicios a dos bandas que inician en asambleas comunitarias indígenas y continúan en los juzgados estatales, potestad de los alcaldes auxiliares para juzgar sobre asesinatos y otros delitos graves. Es éste un significativo avance, pues según investigaciones de fines de los años 90, la justicia maya jamás juzgaba sobre hechos de sangre y muerte, sino sólo sobre delitos menores como hurtos de productos agrícolas y animales domésticos, lesiones, usurpaciones de terrenos, riñas y daños causados por animales a cosechas o personas.
UNIFORMIZAR PARA CENTRALIZAR
La pluralidad jurídica como amenaza a la unidad del Estado plantea teóricamente problemas que ya están siendo solucionados en la práctica y de forma airosa. Pero su planteamiento no deja de ser significativo, si lo entendemos como una señal inequívoca de los pánicos de los grupos dominantes en la sociedad guatemalteca. Quizás el CACIF y los detractores mejor informados de la justicia indígena encuentran ecos, o una peligrosa concreción, del diagnóstico y propuestas plasmados en “Guatemala: de la república centralista burguesa a la república federal popular”, documento atribuido al Movimiento de Acción y Ayuda Solidaria (MAYAS) y ahora identificado como uno de los textos emblemáticos, y quizás fundacional, de la autoidentificación étnica como mayas.
En cualquier caso, es un documento que contiene un ataque contundente a la manera en que el Estado guatemalteco ha construido su unidad basada en la uniformidad. Fechado en 1984, este documento presenta a Guatemala como un territorio que alberga múltiples nacionalidades naturales (indígenas) y una artificial (los ladinos), ejecutora de un orden colonial burgués que centraliza para uniformizar y uniformiza para centralizar mejor. Por eso, propone que las nacionalidades mayas constituyan entidades políticas autónomas “para salvaguardar el derecho a la existencia y a la expresión de la diferencia cultural; y rechazar la ideología falaciosa (sic) del centralismo Estado nacional, que pretende que la diferencia es incompatible con la eficacia y la unión, o que el progreso implica uniformización y estandarización cultural”.
UN TEXTO PROVOCADOR
Según este documento, no basta la participación ni la integración en el Estado ladino. Por eso las propuestas indianistas son separatistas, autonomistas, secesionistas o independentistas. Quienes redactaron este documento no se inclinan por una solución separatista (crear una república maya), hegemonista (tomar el poder estatal a través de una mayoría parlamentaria) o semiautonomista (pequeñas concesiones dentro del Estado ladino). La propuesta es federalista: los grupos mayoritarios mayas obtendrían una autonomía profunda mediante el control y administración de circunscripciones geográfico-políticas integradas, en igualdad de condiciones, en un estado federal. La propuesta no es en modo alguno descabellada. De acuerdo a una teoría de tradición liberal, hay base demográfica para reclamar una reestructuración federalista del Estado.
En cinco departamentos (Totonicapán, Sololá, Alta Verapaz, Quiché y Chimaltenango) los mayas son, según el PNUD, entre el 75% y el 100% de la población y en cuatro (Huehuetenango, Baja Verapaz, Quetzaltenango y Suchitepéquez) son entre el 50% y el 75%.
El documento dibuja tipos químicamente puros, en los que no es posible reconocer las posiciones mixtas, e incluso contradictorias, que tanto entonces como ahora se encuentran entre mayanistas, mayas y otros activistas. Su brillante propuesta está sumergida en un texto de terminología híbrida con resabios marxistas y nuevas ideas que pujaban por abrirse paso en la penumbra, pero con firmeza y lucidez. En la primera mitad de los años 80, era una propuesta prematura, pero rompió brecha y ofreció una alternativa al integrismo de los moderados, al asimilacionismo tutelar de la izquierda y al asimilacionismo disciplinario del ejército. No es poca cosa a inicios de los 80. Todavía es un texto que resulta provocador y ayuda a pensar y proponer.
NO ES SEPARATISMO
La práctica de la justicia maya no pretende ejercer tipo alguno de control sobre el Estado, sino respeto y reconocimiento, y como paso concomitante, colaboración y complementariedad. El derecho a la justicia indígena va más en la línea de los nacionalismos de tradición comunitaria, desarrollada por los pueblos indígenas, que buscan autodeterminación pero no independencia.
Y esto lo muestran los hechos. Tal como se está practicando, el pluralismo jurídico toma distancia del asimilacionismo porque recupera, y también construye, la tradición de los ancestros. Pero también toma distancia de la posición separatista. El pluralismo jurídico no es un separatismo de signo positivo. Sieder señala que la antropología jurídica actual ha mostrado cómo las fronteras entre el derecho indígena y el estatal se negocian en la práctica diaria.
La práctica está superando las visiones teóricas confrontativas y dilemáticas (justicia estatal o justicia indígena o una contra la otra), un giro posible mediante combinaciones, colaboraciones y mutuos reforzamientos que muestran el carácter híbrido de la justicia maya y su potencial para multiplicar los vasos comunicantes con la justicia oficial. Como sostiene Boaventura de Sousa Santos: “Lo que es diverso no está desunido. Lo que está unificado no es uniforme. Lo que es igual no tiene que ser idéntico. Lo que es diferente no tiene que ser injusto”.
CASTIGOS Y PENAS: ¿SON TAN SEVEROS?
Una de las acusaciones más manidas contra la justicia maya es que es injusta porque sus penas son excesivas, puesto que incluyen castigos corporales. En Guatemala las páginas de opinión de los diarios y los blogs se han poblado de comentarios contra la barbarie indígena de quienes pretenden emular a Cesare Beccaria, el jurista italiano del siglo 18, quien en “De los delitos y las penas” propuso la abolición de la tortura física.
Los castigos han sido etiquetados como pertenecientes a la tradición maya por sus partidarios y como ajenos por sus detractores. La combinación de estas posturas ha dado lugar a tres posiciones. Entre los defensores del derecho maya hay quienes reivindican la tradición de los castigos físicos y quienes los rechazan como cuerpos extraños a la tradición o incluso los vituperan como resabios coloniales. Entre sus detractores, los más críticos asumen que los castigos físicos permanecen a esa tradición. Aún no he leído a un adversario de la justicia maya que excluya los castigos.
Ningún sistema jurídico suele ser descalificado en bloque por la dureza de algunas de sus leyes, artículos y penalizaciones. En Estados Unidos muchos activistas que luchan contra la pena de muerte no demandan la abolición de todo el sistema legal de Texas.
La descalificación en bloque, sin matices ni paliativos, que afirma que las comunidades mayas no tienen derecho a juzgar y a penalizar porque sus sanciones son muy severas, tiene una premisa oculta: que al sistema de justicia maya le son inherentes y predominantes los castigos físicos. Pero, como Rachel Sieder anota, los sistemas jurídicos de los pueblos indígenas no son estáticos, sino dinámicos. El sistema maya incluye una variedad de castigos, donde la reparación de los daños -en estricto resarcimiento de las pérdidas- ocupa un lugar predominante y es la única constante punitiva. Los castigos físicos, reservados a los crímenes más graves, son usados en ocasiones, aunque no tantas como la morbosa cobertura mediática nos induce a suponer. Sobre todo, no son tan frecuentes ni le están indisolublemente ligados.
DETRACTORES Y DEFENSORES
El antropólogo Charles Wagley, que vivió en Santiago Chimaltenango en 1937, cita entre los casos de justicia maya que recopiló uno donde la pena fue la flagelación de una adúltera, pero consignó que “esta forma de castigo ya no se aplica”. Los castigos físicos más fuertes que Wagley registra fueron aplicados por la justicia ladina, como los 150 azotes y 6 meses de prisión que padecieron dos autoridades chimaltecas, acusadas de robo y condenadas sin más pruebas que la palabra de un ladino.
Los detractores de la justicia maya suponen que hay clausulas y artículos o procedimientos que definen la esencia del derecho maya y que son abominables. En la esquina opuesta se sitúa otro tipo de esencialistas: los que defienden la justicia maya con inclinaciones humanitarias: eso los lleva a excluir de lo “auténticamente maya” todo lo que les repele y sabe a barbarie, sin cuidarse de comprender su contexto y sentido. El CACIF se sitúa entre los primeros. Entre los segundos está Anders Kompass, en 2011 representante de la ONU, quien hizo “un llamado a las comunidades indígenas para que identifiquen sus mejores prácticas, impidan que el derecho indígena sea desvirtuado, y rechacen prácticas violentas que van en contra de sus principios ancestrales”.
La de Kompass es una idealización condescendiente del derecho maya, que además presume que tiene rasgos esenciales fijos y que él los conoce. Pero el derecho maya, no tiene cláusulas fijas. Y, como cualquier otro cuerpo legal y conglomerado de procedimientos, no puede pretender haber alcanzado la perfección. No tiene sentido presentar la justicia maya como sistema perfecto y “auténtico”. Está siendo mejorado, por ejemplo, mediante los peritajes legales. Quienes niegan el derecho de los indígenas a ejercer su propio derecho aduciendo sus debilidades o quienes quieren dictarles lecciones de autenticidad desconocen esto.
UNA JUSTICIA QUE REINTEGRA A LA COMUNIDAD
Podemos plantear comparaciones que -en materia de severidad- dejan mejor parado el sistema de justicia maya frente a muchos sistemas legales de los Estados-nación. Pongamos el caso de un homicidio. En muchos casos el castigo maya consiste en propinar 20 chicotazos -golpes con vara de membrillo- y alguna reparación material a los familiares de la víctima. No hay prisión. No hay exclusión. La mayoría de los sistemas legales penalizan los homicidios con 30 años de reclusión o más, con cadena perpetua, incluso con la muerte. Con la justicia maya hay una reintegración a la comunidad que los códigos penales han vedado, pues, como observó Thomas Mathiesen, sociólogo del Derecho, en toda su historia las prisiones jamás han rehabilitado, capacitado ni reinsertado a persona alguna, sino que las han “penitencializado”, obligado a adoptar hábitos y costumbres del sistema penitencial, lo contrario de rehabilitar, además de estigmatizarlos y segregarlos para el resto de su vida, como ocurre con muchos ex-convictos en Alemania, convertidos en homeless.
Los ataques se centran en la dureza de los castigos, pero la valoración de las bondades de un sistema es un asunto que debe separarse analíticamente del tema de la pluralidad jurídica, que implica ante todo la conciliación de la soberanía estatal con la coexistencia de dos sistemas legales.
Los defensores de la justicia indígena no están abocados a la tarea de defender sanciones específicas. Ni la suavidad de las penas ni las bondades de un código penal son el fundamento de los sistemas jurídicos.
LA IMPRONTA DE LA GUERRA
El tema de los castigos ha sido vinculado a la tradición ancestral maya. Es lamentable que la tradición entre en el debate principalmente por la puerta del castigo. Pero también es revelador y sintomático del contexto de posguerra en que se produce hoy la revaloración de la justicia maya y de las fuerzas que se le oponen.
La recuperación de “la costumbre” es complicada porque Guatemala salió de una prolongada etapa en la que las autoridades indígenas fueron anuladas, sustituidas e incluso vejadas por el ejército. No se puede hacer caso omiso de eso. La revitalización de la costumbre, su reformulación como derecho indígena y su osada incursión como pluralismo jurídico ocurre en un ambiente de posguerra y lleva su impronta.
En el ambiente de inseguridad que invadía las comunidades cuando se puso coto a las omnipresentes fuerzas armadas, los linchamientos de presuntos delincuentes fueron una de las respuestas para disminuir la ansiedad y producir orden. La reconstitución de las viejas autoridades comunitarias o la instauración de unas nuevas posibilitó otra solución: la aplicación de la justicia comunitaria. La legitimidad que esto requería provino del derecho consuetudinario y de lo que se decía que hacían los ancestros.
“AYUDAN MÁS AL LADINO”
En el mejor de los mundos posibles, la situación ideal hubiera sido el pleno acceso a la justicia oficial en igualdad de condiciones. Pero en 1998 Juan de Dios González explicó que “la percepción que los q’eqchi’ tienen sobre el Sistema Oficial de Justicia es que las autoridadesno investigan bien los casos que se les presentan, que los jueces engañan o roban, que los empleados ‘sacan dinero’, que los problemas se complican en lugar de que se resuelvan, que existe discriminación y racismo. Además, el analfabetismo, el desconocimiento del español y las distancias entre las comunidades y los juzgados son factores que dificultan acudir a este sistema”.
Algunos entrevistados en investigaciones de hace dos décadas declaraban que “el juez ladino ayuda más a los que son ladinos y al natural no mucho”. Un alcalde auxiliar sentenció: “No confiamos en el juzgado porque hemos sufrido discriminación por la ropa que llevamos y por el idioma”.
Las quejas granearon y repitieron ancestrales acusaciones: la justicia oficial es negligente, corrupta, ineficiente, onerosa, excluyente y tiene un marcado sesgo racial. Son esas dos quejas, la exclusión y el sesgo racial, las que justifican la necesidad de una justicia propia, son las que revelan el carácter colonial de la justicia oficial, pues se trata de una discriminación sistemática, no contingente, aleatoria u ocasional. Los ladinos obtienen una justicia menos excluyente y negligente que los indígenas, un mejor trato en los tribunales y ejercen una ciudadanía diferenciada que está vedada a los indígenas. Y éste es el quid de la cuestión: el CACIF se resiste a admitir una realidad de la que sus miembros, como todos los ladinos se benefician: los indígenas no son guatemaltecos en el mismo sentido que ellos, no tienen la misma representación en el Estado ni los mismos derechos que otros guatemaltecos.
DESPUÉS DE UNA HISTORIA DE COLONIZACIÓN
Lo crucial en el razonamiento del imperativo de tener una justicia maya no reside ni en su bondad superiorni en los costos menores ni en su probada eficacia. No se trata de elegir como clientes entre dos bufetes de abogados y tribunales: Maya, S.A. o Ladinos y Cía. Ltda., sino de optar por el sistema que ofrece la mayor inclusión y el mayor ejercicio de ciudadanía. Como Boaventura de Sousa Santos señala: “La movilización de los jueces por los ciudadanos es una forma de ejercicio de la ciudadanía y de la participación política”. La justificación a una justicia propia aparece, como una reivindicación anti-colonial que construye ciudadanía.
Hay una fundamentación histórica del derecho a su propia justicia: el derecho indígena como reivindicación, tras una historia de colonización que el derecho convencional perpetúa. El derecho indígena es una acción descolonizadora. Boaventura de Sousa Santos sostiene que “la idea de poscolonialidad significa que si hubo una injusticia histórica, hay que permitir un período transicional en el que haya un tiempo de discriminación positiva a favor de las poblaciones oprimidas”. En este caso, esa discriminación positiva, es la posibilidad del derecho al propio derecho.
No se trata de que la justicia maya sea mejor o peor, sino que no es en sí misma -con todas sus limitaciones- un instrumento colonial, aun cuando haya tenido y pueda tener usos y episodios que reproduzcan diversas formas de dominación. El sistema maya también tiene costos sociales y áreas que están en proceso de mejora. Ésa ha sido una constante en la larga historia de la justicia indígena.
UNA JUSTICIA “CONTAMINADA” POR EL CONTEXTO
La investigadora guatemalteca Aura Cumes señaló que “haber fomentado una idea pura del derecho maya también tiene sus costos, pues hay diferenciaciones de sexo y género en la aplicación de la justicia y en su práctica predomina el poder masculino en detrimento de las mujeres”. Cumes también menciona que en algunas comunidades hay líderes partidarios de la mano dura, que han sustituido a los ancianos y líderes de trayectoria probada, y que las tensiones de la posguerra pueden favorecer las prácticas con énfasis punitivo y la imposición de castigos físicos muy severos.
La justicia maya es permeada por el contexto y por eso puede reproducir los desequilibrios de género y recurrir a la violencia. No es una tradición que se transmite impoluta. Está “contaminada” por los problemas sociales nacionales, sostiene Cumes. Y es que los sistemas jurídicos indígenas, como señaló Sieder, no son armoniosos: están salpicados por conflictos internos de poder, pero no más que los sistemas oficiales.
Boaventura de Sousa Santos observó con razón e información que “no hay nada inherentemente bueno, progresivo o emancipatorio sobre el ‘pluralismo jurídico’”. Y añade: “La valoración política de la legalidad no oficial depende de la clase en cuyo nombre opera, al igual que de las metas sociales a las que se dirige”. Aunque a Santos no le pasa desapercibido que la justicia de las favelas brasileñas descargan a los tribunales oficiales de responsabilidades, pueden legitimar la dominación de clases y mantienen el orden en un ambiente que es propicio a los brotes de violencia, también es uno de los pocos instrumentos de los habitantes de las favelas para robustecer la estabilidad de los asentamientos y ofrecer resistencia a la intervención de las clases dominantes.
El contexto guatemalteco dota al pluralismo jurídico de un potencial emancipador porque en sí mismo es un ejercicio de descolonización. Y por eso podemos decir que la recíproca es válida: hay algo inherentemente retrógrado y colonialista en negar el derecho a ejercer el derecho indígena en el contexto guatemalteco.
VALIDEZ Y NECESIDAD DE LOS DERECHOS COLECTIVOS
Hay otra base para fundamentar la validez y necesidad de la justicia maya. La validez se basa en el imperativo de ejercer derechos colectivos y la necesidad se basa en el hecho de que ese colectivo haya sido oprimido sistemáticamente y como grupo.
La opresión colonial no terminó en 1821, se prolonga hasta nuestros días en instituciones, visiones y hábitos que reproducen la colonialidad del poder en los tribunales del Estado. Cuando nos enfrentamos a comunidades sometidas a opresión sistemática, sus miembros sólo pueden enfrentarla mediante el ejercicio de derechos colectivos. Los derechos colectivos propician la conservación de la comunidad y la restitución social.
El filósofo político canadiense Will Kymlicka ha advertido que la teoría liberal, en la que se basan, tanto los argumentos anti-inmigrantes como los de celosa defensa de la soberanía nacional, restringe la ciudadanía a los miembros de un grupo particular, y por consiguiente, esa teoría, sus defensores y practicantes deben explicar por qué no conceder “derechos diferenciados” y “ciudadanía diferenciada” a grupos particulares dentro de un Estado. Las mismas razones que sustentan la ciudadanía de los guatemaltecos son válidas para demandar ciudadanía y derechos diferenciados para los mayas: poseer lenguas e instituciones propias y una historia común. El reclamo se presenta por la pertenencia a una cultura distinta.
En el caso de las comunidades mayas, estamos en primer lugar ante un grupo al que se ha negado la ciudadanía durante siglos. En ese sentido, en la historia de los mayas la ciudadanía diferenciada de hecho y de forma negativa, en forma de negación de derechos, precede a la ciudadanía diferenciada que ahora reclaman y a la que le quieren dar un contenido positivo. Los pueblos mayas están tomando un legado de la historia: no inventan un legado de segregación, lo retoman y le dan un contenido que busca una integración que ahora incomoda al Estado-nación monolítico.
ES UN RECLAMO CULTURAL
Estamos ante una cultura bien establecida, que no está improvisando un régimen jurídico, sino reclamando su reconocimiento. El reclamo cultural, que está en la médula de la reforma al artículo 203 y en las declaraciones de los líderes mayas, es muy relevante porque los sistemas legales tienen una dimensión simbólica palpable en el hecho de que sus prácticas sancionan comportamientos para apuntalar los valores que mantienen la cohesión de una sociedad.
Las comunidades mayas tienen valores que coinciden con los establecidos en los códigos legales de Guatemala (respeto de la vida, de la integridad física, del honor), pero su cosmovisión y su sistema de valores implican una relación con la tierra y con la Naturaleza, con el entorno humano, que no está en modo alguno reflejada en el derecho positivo guatemalteco.
La autodeterminación jurídica, que en la práctica no deriva en aislamiento, sino en coordinación, se basa en la tradición y se exige por la exclusión, ambos eventos colectivos.
PRESIONES DE AFUERA Y DE ADENTRO
Con el giro hacia el pluralismo jurídico surge un tema particularmente espinoso: la presencia en un mismo campo social de más de un orden legal con reconocimiento oficial, un sistema múltiple de obligación legal. Esta perturbadora presencia plantea muchas inquietudes que requieren reflexión sobre las prácticas, porque quizás en la práctica encuentren vías de solventarse antes que en la teoría.
Una inquietud no menor atañe a la soberanía del Estado-nación guatemalteco: la admisión de que otras autoridades no estatales puedan ejercer gobierno jurídico sobre algunos ciudadanos y/o en algunas áreas. Y aunque el Estado se reserve la última palabra, un elemento ha entradoen el escenario: cierto grado de autonomía en el gobierno de los indígenas y/o de las aldeas indígenas.
La socióloga Saskia Sassen estima que éste es un fenómeno típico de la globalización: hay presiones desde arriba (organismos supraestatales como la ONU o el FMI) y presiones desde abajo (aldeas, municipios) que toman decisiones que solían ser atributo de los Estados. Hoy, el Estado guatemalteco, discutiendo la reforma a la Constitución, ha respondido a ambas presiones para reconocer el derecho indígena. De hecho ha habido una alianza entre poderes supraestatales y poderes locales para impulsar el pluralismo jurídico: la propuesta de reforma la piden la CICIG y el Ministerio Público y las presiones las ejercen las autoridades y organizaciones locales mayas.
Al menos en lo que se refiere a las minorías y sus derechos, ésta no es una novedad de la actual globalización. El experto en relaciones internacionales Stephen D. Krasner ha rastreado las ocasiones en que Estados poderosos y sus coaliciones han impuesto a otros Estados el respeto a los derechos de las minorías que están en su territorio, en palmaria violación a su soberanía. En 1878 el Tratado de Berlín obligó al imperio otomano a proteger a los armenios y a Rumania a conceder igualdad de derechos a los judíos.
La tónica de estos acuerdos forzados suele ser que los Estados más fuertes buscan la estabilidad para resguardar sus intereses y los Estados bajo presión obtienen alguna ganancia: reconocimiento como naciones nuevas o naciones independientes, evacuación de tropas que ocupaban su territorio, apoyo militar, recursos… El problema es que los Estados avasallados ceden bajo presión cuando son más vulnerables y se desdicen de los acuerdos cuando recuperan fuerzas.
Después de la situación de debilidad que enfrenta el actual estado guatemalteco, ¿qué pasará si se recompone el consenso entre las élites? Ese peligro alerta para insistir en uno de los principales hallazgos de Krasner: esos acuerdos tienen más fuerza cuando han sido reforzados por actores internos. Éste es un punto a favor de la justicia maya. Pero un punto que necesita ser cultivado, pues hay casos, como el que Ricardo Falla documenta en el Ixcán, en que hay disensos en las comunidades mayas sobre la aplicación del derecho indígena y casos, las más de las veces circunstanciales, en que familiares de quienes delinquieron acusaron a un alcalde auxiliar de basarse en una ley “extranjera y violadora de la soberanía nacional”, refiriéndose al Convenio 169 de la OIT. Esto implica ciertos riesgos para la justicia maya. El otro punto a favor es el hecho de que el pluralismo jurídico en la práctica ha desatado algunos de los nudos teóricos mediante coordinaciones audaces que, aunque no están exentas de peligros, han dejado claro que el pluralismo no implica sustitución, arbitrariedad, subjetividad y atentado contra la unidad.
500 AÑOS SIN UN ESTADO QUE LOS DEFIENDA
Uno de los principales hallazgos de Hannah Arendt en su clásica obra “Los orígenes del totalitarismo” es que en la repartición de territorios y poblaciones entre los Estados-nación que surgieron de la Primera Guerra Mundial, las minorías se convirtieron en apátridas.
La “repartición” que afecta a los indígenas guatemaltecos ocurrió hace 500 años y los dejó desde entonces sin un Estado que los defienda. El pluralismo jurídico es un pequeño, pero significativo, correctivo de esa situación de despojo y violencia. Abre una brecha descolonizadora que estuvo cerrada.
La oposición a esa brecha es visceral. La reacción del CACIF se sitúa en una larga hilera de negación, supresión y sojuzgamiento de lo indígena que se estrenó con el decreto legislativo número 14 de 1824, que sugiere la extinción de los idiomas indígenas y se remacha con el decreto legislativo número 165 de 1876, que declara ladinos a los indígenas de San Pedro Sacatepéquez y San Marcos.
Incluso, avanzada la década de los años 90, autoridades del Ministerio Público dejaron traslucir su incomodidad en comentarios de este tenor: “Lo que sucede es que el indígena quiere tener sus propias autoridades judiciales”. Y también: “Las autoridades mayas de ciertas poblaciones no están constituidas legalmente y el manejo y conocimiento de delitos y faltas por parte de autoridades tradicionales representa un problema grave porque están violando las leyes del país”.
En un siguiente texto veremos cómo una autoridad maya, con más de una década de ejercer el derecho consuetudinario, explica lo que hacen, por qué lo hacen y cómo lo hacen.
INVESTIGADOR DE LA UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA JOSÉ SIMEÓN CAÑAS DE EL SALVADOR E INVESTIGADOR ASOCIADO DEL INSTITUTO DE INVESTIGACIÒNY PROYECCIÓN SOCIAL SOBRE DINÁMICAS GLOBALES Y TERRITORIALES (IDGT) DE LA UNIVERSIDAD RAFAEL LANDÍVAR DE GUATEMALA.
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