Nicaragua
¿Reformar la Policía o fundar una nueva?
En la nueva Nicaragua será necesario la fundación de una nueva Policía.
No sólo porque desde 2011 la Policía abrazó el proyecto autoritario y continuista de Daniel Ortega,
perdiendo así su legitimidad de origen.
También porque las violaciones a los derechos humanos
y los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la sangrienta represión
que la Policía desató a partir del 19 de abril de 2018
acabaron con la relativa legitimidad de desempeño que pudo haber tenido hasta entonces.
Nicaragua requiere de una nueva fuerza pública,
incluso con un nuevo nombre, con distinto uniforme, y con una nueva Doctrina Policial
regida por una Política Democrática de Seguridad Pública.
No caben reformas, el cambio tendrá que ser total.
Roberto Cajina
Cuando hace dos años a nadie se le hubiera ocurrido pensar o siquiera imaginar que Nicaragua sería estremecida por la más severa crisis política de su historia reciente -una insurrección cívica que el régimen Ortega-Murillo pretendió acallar a sangre y fuego- publiqué en Envío (abril 2017) un texto en el que desvelaba la crisis sistémica que carcomía a la Policía, subrayando que la única forma de resolverla era una solución sistémica. Nada de parches ni remiendos.
QUÉ ES UNA CRISIS SISTÉMICA
Ya desde hace años la institución policial precisaba más que una reforma policial típica, un cambio drástico, radical, que alcanzara desde la cúpula hasta los últimos rincones de la fuerza pública, atravesando todos los intersticios institucionales. Pero este tratamiento, a pesar de ser urgente, no podía aplicarse. El sistema policial estaba -y aún está- incrustado en un sistema mayor, también en crisis, el instaurado por el régimen Ortega-Murillo. En este sistema ya consolidado, la Policía opera como brazo represor.
Una crisis sistémica sucede cuando un sistema colapsa y todo él entra en crisis. Entre otras causas, esto sucede por in¬capacidad, por carecer de los instrumentos necesarios para resolver los problemas o por desastres creados por su propio desarrollo y dinámica. O simplemente, porque no hay ni necesidad ni voluntad de salir de la crisis porque quienes dominan el sistema no aceptan que la hay y consideran que el sistema debe mantenerse, sin importar los costos.
Una crisis sistémica no es un fenómeno que ocurre por sorpresa, de forma inesperada, de la noche a la mañana. Es un proceso que lleva tiempo incubándose hasta que emerge en todas sus dimensiones y cuando el daño ya está hecho. Es el resultado de la acumulación de múltiples factores, aunque normalmente hay uno dominante que determina y define la naturaleza y los alcances de la crisis.
LAS LARVAS DE LA CRISIS
El origen de la crisis sistémica de la Policía está marcado por dos momentos distantes en el tiempo y estrechamente relacionados. El primero, la década de 1980 y su culminación en la transición del régimen autoritario del FSLN a la democracia. El segundo, el regreso de Daniel Ortega al poder en enero de 2007.
Entre 1979 -derrocamiento de la dictadura somocista- y 1990 -derrota electoral del FSLN, después de la guerra civil de los años 80- la Policía no pasó de ser el furgón de cola de la Dirección General de Seguridad del Estado (DGSE). De hecho, se le mantuvo fuera de los teatros de la guerra civil.
En los años 80 la Policía era en esencia una entidad de carácter político que funcionaba como un aparato propiedad del partido de gobierno: fue denominada Policía Sandinista y conformada por excombatientes de las columnas guerrilleras del FSLN que habían luchado contra Somoza. Por eso, los guerrilleros convertidos en policías se consideraban más miembros del FSLN que miembros de una institución del orden público, y lucían con más arrogancia sus carnés de militantes del FSLN que sus grados policiales. Una cantidad no precisada, pero importante, de sus oficiales fue enviada a distintos países del Pacto de Varsovia y a Cuba para entrenarse como policías. Obviamente, copiaron técnicas y métodos policiales de esos regímenes. Y como es obvio, eso nutrió las larvas de la crisis que comenzaba a gestarse.
La derrota electoral del FSLN en 1990 marcó el inicio de la transición política en Nicaragua. En ese momento, la Policía, huérfana de institucionalidad y de liderazgo fue arrastrada por un cambio de régimen traumático. Su existencia y su futuro quedaron en manos del general Humberto Ortega, jefe del Ejército, y del equipo del FSLN que negoció la transición con el nuevo gobierno. En el Protocolo de Transición suscrito entre el gobierno entrante y el saliente el 27 de marzo de 1990, se estableció la despartidización de la Poli-cía, que comenzaría con la ruptura de sus vínculos orgánicos con el FSLN.
El acuerdo incluyó la renuncia de los policías a sus cargos partidarios; la reducción de los efectivos de la institución: de 8 mil a 6 mil; el mantener el carácter apolítico y profesional de la institución; y su subordinación a la autoridad civil. A cambio, el nuevo gobierno se comprometió a res¬petar la integridad de la institución, sus rangos, escalafones y mandos.
LA TRANSICIÓN EN LA POLÍCIA:
ÁNGELES Y DEMONIOS
El gobierno de Violeta Barrios de Chamorro cumplió con el Acuerdo y la Policía también. Pero era imposible que aquel protocolo garantizara que los policías se quitaran de una vez, y para siempre, el “uniforme rojinegro partidario” con el que se identificaban desde que se incorporaron al FSLN.
Los esfuerzos de profesionalización y de institucionalización realizados por la Policía en el tránsito del autoritarismo a la democracia en la década de los años 90 no lograron evitar que las larvas del autoritarismo del FSLN quedaran enquistadas. En un escenario complejo, violento y francamente hostil sobrevivieron activas.
Entre otras razones, porque extremistas de la alianza triunfadora, la UNO, y del Congreso de Estados Unidos, exigían el desmantelamiento de la Policía por considerarla un cuerpo extraño en el frágil cuerpo democrático que con tantas dificultades comenzaba a nacer en Nicaragua. Y también porque la Policía estaba en la mira de los radicales del FSLN, que la acusaban de haber traicionado los “principios revolucionarios”. Sin institucionalidad y sin un liderazgo diestro y enérgico, la Policía se introdujo a tientas en los accidentados caminos de la naciente democracia liberal, cuando ésta apenas era un deseo y el nuevo gobierno vivía bajo el fuego graneado de sus adversarios de derecha y de izquierda.
Pero, junto a las larvas brotaron también retoños democráticos en la corporación policial, dispuestos a mantener una animosa contienda contra la herencia autoritaria del FSLN: “ángeles” que desafiaban a “demonios”, como se identificaban a sí mismos en las filas policiales. Los ángeles pugnaban por una policía profesional, institucionalizada, sometida a la autoridad del poder civil y al servicio de la democracia. Los demonios, atrapados en el pasado, mantenían su fidelidad a una revolución derrotada, que desesperadamente ansiaban que volviera.
ANTE LA VIOLENCIA
DEL GOBIERNO “DESDE ABAJO”
Para la Policía fue una tarea muy difícil emprender la construcción de una nueva institución y a la vez enfrentar las arremetidas de sindicalistas y universitarios controladas y dirigidas por Daniel Ortega, quien pretendiendo gobernar “desde abajo” se negaba a aceptar que había perdido no sólo las elecciones, también el poder. En aquellos años, la retórica de los derrotados repetía una y otra vez: “Perdimos las elecciones, pero no el poder”.
Los primeros años del gobierno de la presidenta Barrios de Chamorro fueron en extremo complicados y era obvio que la Policía no estaba preparada para controlar las manifestaciones de los orteguistas, que levantaban barricadas en las ciudades y tranques en las carreteras y se tomaban las instalaciones de las instituciones públicas. En algún momento el Ejército tuvo que salir a las calles de Managua para imponer el orden, aunque sin disparar un solo tiro, haciendo uso únicamente de su innegable poder disuasivo.
Fue ante la violencia impuesta por Ortega, cuando la corporación policial apenas se estaba acomodando a iniciar un proceso de profesionalización, que los oficiales de la Policía se dividieron más claramente entre ángeles y demonios.
13 AÑOS EN ORFANDAD JURÍDICA
Durante unos 13 años -del 22 de agosto de 1979 al 7 de septiembre de 1992- la Policía Sandinista careció de una ley o canon jurídico que normara su organización, misiones y actuaciones. No se puede afirmar que actuara al margen de la ley, pero sí que lo hizo sin un estatuto que le diera sustento jurídico y le respaldara.
Con lo único que contó durante un tiempo tan prolongado fue una peregrina Ley de Funciones Jurisdiccionales de la Policía Sandinista (Decreto 559 del 25 de octubre de 1980, publicado en La Gaceta 253 del 3 de noviembre de 1980) y con una predatada Ley de Funciones de la Policía Sandinista (Ley 65, La Gaceta 244, 26 diciembre 1989), que formó parte de lo que puede caracterizarse como “piñata jurídica”, ya que después de la derrota electoral de 1990, y ya de salida, el gobierno de Daniel Ortega comenzó una frenética carrera por llenar los incontables vacíos jurídicos dejados por la arrogancia, y quizás incapacidad, de un liderazgo que pregonaba que “la Revolución es fuente de Derecho”.
Apresuradamente, en sólo tres meses, se aprobaron leyes que debían haber existido muchos años antes y las predataron para armar un pre¬cario orden jurídico que nunca existió antes.
1990: ¿QUIÉNES SOMOS AHORA...?
La derrota electoral de 1990 fue un violento golpe que sacudió al FSLN, que nunca pensó perder las elecciones. También representó un sismo para todas las instituciones del Estado. Todas sin excepción fueron sacudidas y quizás la que más sufrió el cataclismo fue la Policía Sandinista.
Lanzada al abismo de la incertidumbre, enfrentó una triple crisis: de identidad, de misión y de legitimidad. ¿Quiénes somos ahora si antes éramos el furgón de cola de la Seguridad del Estado? ¿Cuál es ahora nuestra misión? ¿Seremos aceptados por la ciudadanía después de la guerra civil? A diferencia del Ejército, que rápidamente encontró respuestas a esas interrogantes, la Policía, sin institucionalidad, sin ropaje jurídico que la cubriera y sin un liderazgo firme, hábil y audaz, tuvo que remar contracorriente para encontrarlas. Y si al final lo hizo fue de la mano del Ejército. Todas esas interrogantes y sus respuestas ayudan a entender mejor el origen en la Policía de los “ángeles” y de los “demonios”. Y también explican, en parte, la naturaleza de su crisis sistémica.
1992: LA POLICÍA
SUBORDINADA AL PODER CIVIL
No es posible afirmar que, a pesar de la violencia inicial de la transición política, la seguridad fuera la prioridad número uno del gobierno de Barrios de Chamorro. Una década de guerra civil y erradas decisiones de política económica habían dejado al país en ruinas, colapsado el aparato productivo y cerrados los grifos de las instituciones financieras internacionales.
En 1992 comenzaron a aparecer, aunque débiles, las primeras señales económicas positivas. La hiperinflación fue contenida y sustancialmente reducida y las instituciones financieras internacionales reanudaron sus relaciones con Nicaragua. La Casa Blanca y el Congreso de Estados Unidos dieron inicio a una paulatina liberación de recursos para un gobierno hasta entonces asfixiado financieramente.
En esas condiciones mínimas de recuperación, el Ejecutivo, que en esa época compartía facultades legislativas con el Parlamento, aprobó la Ley 144, Ley de Funciones de la Policía Nacional en Materia de Auxilio Judicial (La Gaceta 58, 25 marzo 1992). Seis meses después aprobó la Ley Orgánica de la Policía Nacional (Decreto 45-92, La Gaceta 172, 7 septiembre 1992).
Por primera vez en la historia de Nicaragua se definía la organización, funcionamiento y campos de acción de la fuerza pública y su naturaleza civil. Se sentaron así las bases jurídicas de la institucionalidad de la Policía, subrayando la preeminencia que sobre ella tendría la autoridad civil. El Decreto 45-92 establecía de forma meridiana la cadena superior de mando. La Jefatura Suprema de la Policía Nacional la ejercería el Presidente de la República a través del Ministro o Viceministro de Gobernación, o en forma directa si lo consideraba necesario.
La Jefatura de la Policía Nacional la ejercería su Director General, quien estaría bajo la inmediata autoridad del Ministro de Gobernación. La cadena de mando sería ésta: Presidente de la República –Ministro de Gobernación– Director general de la Policía. Y el resultado sería que la Policía no se mandaría sola, estaría subordinada al poder civil, como ocurre en todo gobierno democrático.
LEY 228: EL BROCHE DE ORO
EN EL PROCESO DE PROFESIONALIZACIÓN
Uno de los méritos de la administración de la presidenta Barrios de Chamorro en materia de seguridad pública fue haber dado inicio al proceso de institucionalización y profesionalización de la Policía.
Este proceso comenzó con el cambio del nombre:de Policía Sandinista pasó a llamarse Policía Nacional tal como se establecía en la Ley Orgánica del Ministerio de Gobernación, antes conocido como Ministerio del Interior (Decreto 64-90, La Gaceta 241, 14 diciembre 1990). Esta nueva denominación ya aparecía en el Decreto 1-90, Decreto de Ley Creadora de los Ministerios de Estado (La Gaceta 87, 8 mayo 1990), y cerró con “broche de oro” con la Ley 228, Ley de la Policía Nacional (La Gaceta 162, 28 agosto 1996). Esta ley define a la Policía como “un cuerpo armado de naturaleza civil, profesional, apolítica, apartidista, no deliberante, que se regirá en estricto apego a la Constitución Política de la República, a la que debe respeto y obediencia”.
La ley afirmaba que la misión del “único cuerpo policial” de Nicaragua es “proteger la vida, la integridad, la seguridad de las personas y el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos; asimismo es responsable de la prevención y persecución del delito, la preservación del orden público y social interno, velar por el respeto y preservación de los bienes propiedad del Estado y de los particulares, brindar el auxilio necesario al Poder Judicial y a otras autoridades que lo requieran conforme a la Ley para el cumplimiento de sus funciones”.
1996 – 2006: GRAN ACEPTACIÓN SOCIAL
La Ley 228 contenía cuatro leyes en una: ley de Organización y Funciones, ley de Carrera Policial, ley de Seguridad Social policial y ley de la Jurisdicción policial.
Esas leyes establecían claramente las funciones de la Policía, los principios fundamentales de su actuación, su estructura orgánica, su órgano consultivo y el consejo de especialidades, la Policía Voluntaria, Auxilio Judicial, Carrera Policial, Régimen disciplinario, Régimen económico -fuentes de sus recursos- y Seguridad Social.
En el decenio 1996-2006 la Policía Nacional avanzó sustancialmente en su profesionalización y fue reconocida nacional e internacionalmente. En las encuestas de opinión siempre sobresalía por el alto grado de aceptación social. El Modelo Policial Preventivo, Proactivo y Comunitario tenía “sus raíces en sus orígenes, la revolución sandinista”: así lo afirmó en 2011 Aminta Granera, entonces directora general de la Policía. Pero se faltaría a la verdad histórica si no se reconociese la influencia que en ese modelo tuvieron los conceptos y prácticas de la “Policía de cercanía” o “Policía de proximidad”, que introdujeron los oficiales de la Guardia Civil española que impartieron cursos de formación y capacitación en Nicaragua, en la Academia de la Policía Nacional, en los primeros años de la década de 1990. De hecho, es muy probable que tanto la Ley 144 como el Decreto 45-92 fuesen concebidos y elaborados con la asesoría de la España gobernada en aquellos años por el socialista Felipe González.
UN MODELO POLICIAL VENDIDO
COMO MERCANCÍA DE LUJO
A partir de 2007, con el regreso de Daniel Ortega al poder, ese Modelo comenzó a ser promocionado y “vendido” como mercancía de lujo en los mercados internacionales. Su vendedora estrella era la primera comisionada Aminta Granera desde su alto cargo en la Policía.
El objetivo era presentar a Nicaragua como “el país más seguro de Centroamérica” y uno de los más seguros de América Latina y el Caribe. Era un “gancho” promocional, casi perfecto con el que el gobierno buscaba inversionistas que vinieran a Nicaragua a apuntalar económicamente al régimen. El plan funcionó: en 2016, la Inversión Extranjera Directa alcanzó 1,442 millones de dólares, procedentes de 47 países. En enero de 2018, ya eran 68 países. Desde 2009, seducidos por la cantinela del país más seguro, los empresarios nicaragüenses acordaron con Ortega un modelo de “diálogo y consenso”, que estableció una suerte de división del trabajo: mientras ellos se dedicaban a los negocios sin poner atención ni fiscalizar la deriva autoritaria de Ortega, éste se dedicaba a controlar toda la institucionalidad.
Lo novedoso del modelo policial de Nicaragua lo convirtió en poco tiempo en un paradigma a imitar. Y no faltaron quienes consideraron que la solución a los problemas de inseguridad en sus países sería replicar el modelo nicaragüense. Es preciso subrayar que la seguridad pública que hasta entonces gozaba Nicaragua no fue el resultado mágico de la aplicación de ese modelo. Históricamente, y sin recurrir a comparaciones, a menudo odiosas, nuestro país siempre ha tenido niveles relativamente bajos de actividad delictiva. Quizás el resultado más importante de ese modelo policial haya sido contribuir a la preservación de esos bajos niveles de criminalidad, evitando que la inseguridad se disparara por el incremento de la delincuencia.
EL SÍNDROME DEL HERMANO MENOR
En las negociaciones entre el gobierno entrante y el saliente en 1990, la existencia y el futuro de la Policía quedaron en manos del general Humberto Ortega. En ese proceso la Policía fue a lo sumo espectadora de quinta línea. Al parecer, eso marcó su conducta y a partir de entonces la Policía desarrolló el “síndrome de hermana menor” del Ejército.
Paso que daban los militares, paso que trataban de repetir los policías, aunque sin éxito. Por ejemplo, cuando el Ejército inauguró un supermercado para beneficiar a sus integrantes, la Policía quiso hacer lo mismo, pero mientras los militares disfrutaban de una lujosa tienda por departamentos, de la que los altos jefes policiales eran clientes asiduos, la Policía apenas logró inaugurar una pulpería grande.
Quizás el ejemplo mejor de ese síndrome fue la desesperada búsqueda que emprendió Aminta Granera para que el Presidente de la República fuese para la Policía, como lo era para el Ejército, su “Jefe Supremo”.
2007: “AHORA TODO CAMBIÓ”
El regreso de Daniel Ortega al poder en 2007, tras “ganar” las elecciones con apenas el 38.7% de los votos, gracias al pacto con Arnoldo Alemán, selló el fin de la transición política iniciada en 1990. Marcó también el inicio de un preocupante proceso de involución democrática que, como cáncer agresivo, terminó haciendo metástasis en todo el Estado. Obviamente, la Policía no fue inmune. Tampoco hizo nada para inmunizarse.
A fines de enero de 2007, cuando ya Ortega estaba instalado en la silla presidencial, en una reunión en la que se indagaba sobre la ejecución de un proyecto acordado meses atrás, uno de los miembros de la jefatura policial dijo, sin ingenuidad, y sin el menor asomo de rubor, que el proyecto ya no se ejecutaría. Y así explicó la razón: “Ahora todo cambió”.
Viniendo esas palabras de un miembro de la jefatura policial, había que entenderlas como una decisión colectiva asumida por el alto mando de la Policía que, pasando por sobre la Constitución y por encima de su propia ley, se sometería a los designios de Daniel Ortega, más que como Presidente de Nicaragua, como cabecilla del FSLN.
No sucedió, como a veces se afirma, que Ortega “se tomó” la Policía, sino que la Policía se le entregó, empeñando así su futuro y poniendo en alto riesgo su existencia. Quizás pensaban que con Ortega regresaban al “paraíso perdido” de la década de los años 80.
GLORIA Y OCASO DE AMINTA GRANERA
Poco antes del regreso de Ortega al poder, Aminta Granera había asumido la Dirección General de la Policía. Sin tener formación policial y después de pasar por la jefatura de la Policía de Tránsito y de la jefatura de Managua, Granera llegó a la Dirección General de la Policía en septiembre de 2006, nombrada por el presidente Enrique Bolaños.
Con una política de comunicación hábilmente diseñada y ejecutada, Granera comenzó a subir como la espuma en las encuestas de opinión. Entre 2007 y 2015 era la personalidad que acaparaba los más altos índices de legitimidad y aceptación social, incluso por sobre Daniel Ortega y Rosario Murillo.
Conforme al artículo 88 de la Ley 228, el Director General debe pasar a retiro al cumplir su período de cinco años. Granera debía retirarse en septiembre de 2011. Sin embargo, violando la Ley, Daniel Ortega la nombró en el cargo para otros cinco años más. Ella acató el nombramiento, se sometió a su voluntad, y así violó la norma que debía cumplir y hacer cumplir. No tuvo talante para rechazar esa flagrante transgresión de la ley.
Lo pagó caro: acompañar a Daniel Ortega en su aventura continuista fue el principio de su final. De hecho, a partir de 2016 desapareció de las pantallas de televisión y de los titulares de los periódicos. Pregunté por ella a una persona que le era muy cercana. “La mandaron a callar”, me dijo. ¿Quién?, pregunté con fingida ingenuidad. La respuesta fue lapidaria: “La jefa”. Obviamente, se refería a Rosario Murillo. Granera aceptó sin chistar tamaña humillación.
GRANERA ENTREGÓ LA POLICÍA
A DANIEL ORTEGA
En 2014 Nicaragua vivió un arrebato de reformas de leyes en el Parlamento. Entre otras, se reformó la Constitución de la República, la Ley del Ejército y la Ley de la Policía. Daniel Ortega estaba colocando las piezas de su ajedrez político. Desde la perspectiva jurídica, con estas reformas cerraba el círculo de su deriva autoritaria para tener el control absoluto de todas las instituciones del Estado.
La Ley 228, derogada por la reforma en julio de 2014, fue más allá de un simple cambio de nombre de la norma, que pasó a denominarse Ley 872, Ley de Organización, Funciones, Carrera y Régimen Especial de Seguridad Social de la Policía Nacional. Esta reforma fue la “obra maestra” de Aminta Granera para entregarle a Daniel Ortega en bandeja de plata la institución policial, su independencia política y también su futuro.
La Ley 872 es en realidad la compilación de cuatro leyes en una: la de Organización, la de Funciones, la de Carrera policial y la del Régimen de Seguridad Social de la Policía. Más allá, de esa formalidad jurídica su importancia está en lo que eliminó, lo que añadió y la intencionalidad que tuvo lo que restó y lo que sumó. Lo primero que resalta en la nueva ley es la eliminación del Ministerio de Gobernación de la cadena superior de mando.
En todo régimen democrático este ministerio tiene un importante papel de intermediación entre el Ejecutivo y la autoridad superior de la Policía, lo que resulta clave en el ejercicio del control civil democrático de la Policía. Aminta Granera borró de un plumazo esa intermediación para establecer una suerte de maridaje político directo entre la Jefatura Suprema, el Presidente, y ella a la cabeza de la Jefatura Nacional de la institución.
Para refrendar ese maridaje, la Ley 872 le adjudica a Daniel Ortega 15 atribuciones para que maneje la Policía a su gusto y antojo: desde disponer de las fuerzas y medios de la Policía hasta recibir su informe anual, pasando por nombrar a los subdirectores generales y al inspector general y por convocar a los oficiales retirados de la Policía para reincorporarlos por contrato.
“MAL PAGA EL DIABLO ¬
A QUIEN BIEN LE SIRVE”
La ley reformada, la 228, y la nueva ley, la 872, establecen que corresponde al Presidente de la República nombrar al Director General de la Policía para que ocupe el cargo durante cinco años. Pero mientras la ley 228 señalaba explícitamente que una vez concluido ese período el director debería pasar a retiro, la ley 872 abría de par en par las puertas al continuismo en la institución policial dejándole manos libres a Ortega para prorrogarlo en el cargo “de acuerdo a intereses de la nación”.
Más aún, si al Presidente no se le ocurriera nombrar un nuevo Director General, el que estuviera en el cargo, aunque ya vencido su período, podría continuar en el cargo por tiempo indefinido, ya que el artículo 47 precisa que lo dejará hasta que tome posesión del cargo el nuevo director escogido para sucederle, lo que no es una situación hipotética. Ya tuvimos una muestra en 2016. Daniel Ortega no nombró el 5 de julio de ese año un nuevo director general, como debía haberlo hecho conforme la ley, y Aminta Granera permaneció en su puesto hasta que “pasó a retiro” el 31 julio de 2018 (Acuerdo Presidencial 113-A-2018), en plena crisis por el alzamiento ciudadano de abril de ese año.
La reemplazó Francisco Díaz (Acuerdo Presidencial 98-A-2018), consuegro de la pareja presidencial, a quien Estados Unidos aplicó meses después la Ley Global Magnitsky por “graves abusos de los derechos humanos contra el pueblo de Nicaragua” y por actos de corrupción. De hecho, Díaz ya era jefe de facto de la Policía desde que “la jefa” mandó a callar a Granera dejándola sin mando real, como pieza de adorno en la institución.
Ya cuando el inspector general y uno de los subdirectores de la Policía, muy cercanos a Granera, fueron destituidos -y no pasados a retiro- por orden directa de Daniel Ortega en octubre de 2014, Aminta Granera lo aceptó con estas palabras: “Aquí nosotros no somos eternos, nadie es eterno. Todos tenemos que salir, unos ahora, otros mañana y otros pasado mañana”. Quizás no sospechaba que ella saldría pronto…
La salida de Granera fue más que penosa. Lo hizo por la puerta trasera, casi furtivamente y prácticamente nadie lo lamentó. Quizás al dejar la institución que había entregado a Ortega recordó aquel viejo y sabio aforismo: “Mal paga el diablo a quien bien le sirve”.
AMINTA GRANERA:
DOCE AÑOS EN EL PODER
La gestión de casi doce años de Granera al frente de la Policía es una mezcla de altos y bajos, aciertos y desaciertos. De lo que pudo hacer y no hizo y de lo que hizo hay mucho que decir. Lo que es de justicia reconocer es su eficiente política de comunicación y de relaciones públicas, lo que le facilitó el vertiginoso ascenso de su imagen, convirtiéndola en un tiempo relativamente corto en una de las personalidades con los más altos niveles de opinión favorable en el país, lo que sin duda envidiaban los ajados políticos tradicionales con muchas millas recorridas en las pistas de la política criolla.
Granera llegó a la jefatura de la Policía casi con un halo de santidad. De hablar suave, vociferaba cuando tenía que alzar la voz y lloraba cuando tenía que hacerlo. “Logró -señala Carlos Salinas en una crónica en “El País” de mediados de julio de 2015- crearse un aura de mujer competente, sensible a los problemas sociales, de mano fuerte pero benevolente, la de una cazadora de los malos, una súper mujer que se plantaba ante el narco o el crimen organizado para evitar que infestaran al país. Ella dibujó una Policía que sería idealizada a nivel internacional, escondiendo muy sagazmente los errores de sus subalternos y la corrupción que castigaba a la institución”.
¿FUERON ENTRENADOS
PARA ASESINAR Y TORTURAR?
Virtudes aparte, Aminta Granera también cometió pecados mortales, en nada veniales. Resulta imposible no preguntarse hoy cómo es posible que una Policía, que muchos consideraban “ejemplar”, se convirtiese a partir de abril de 2018 en un cuerpo criminal, sanguinario, sin asco para matar, torturar, secuestrar y desaparecer a los secuestrados, haciendo todo esto junto con bandas parapoliciales.
No es posible que toda una institución cambiara de un día a otro, de la noche a la mañana. Y es aquí donde cabe una pregunta obligada: ¿Qué tipo de policías forma y ha formado la Academia de la Policía? Los efectivos policiales que participaron en la orgía represiva -oficiales y agentes- fueron formados, entrenados y capacitados en la Academia Walter Mendoza, reconocida por el Consejo Nacional de Universidades (CNU) como una institución de educación superior.
Es inevitable preguntarse: ¿En la Academia les enseñaron a matar, a secuestrar, a torturar? ¿Les enseñaron a despreciar la vida humana y a ser insensibles ante el dolor de los demás? Ante la realidad de un año entero de represión indiscriminada contra las protestas ciudadanas, la respuesta debe ser positiva.
¿De qué otra manera explicar los centenares de asesinados, algunos por disparos de precisión de francotiradores -y la Dirección de Operaciones Especiales Policiales (DOEP) los tiene-, los miles de heridos, los centenares de capturados y encarcelados ilegalmente, los torturados, la cantidad aún no determinada de desaparecidos, las ejecuciones selectivas, las denuncias de torturas y tratos inhumanos y degradantes en las cárceles…?
¿QUÉ SE ENSEÑA
EN LA ACADEMIA DE LA POLICÍA?
Busqué respuesta a estas interrogantes y recurrí a los fundamentos jurídicos de la Policía. Es decepcionante. La Ley 872 apenas menciona una única vez la Academia de la Policía, indicando simplemente que es uno de los órganos de apoyo de la institución. Y si se exprime algo el artículo 18 podría decirse que la única responsabilidad de la Academia es capacitar y formar a quienes ingresan a ella.
En la ley anterior, el artículo 28 de la Ley 228 al menos prescribía que a la Academia de la Policía “le corresponde la formación profesional, capacitación y desarrollo de aspirantes y de policías en servicio activo”. El Reglamento de la Ley de la Policía (Decreto 26-96, La Gaceta 32, 14 febrero 1997) le dedicaba 12 artículos a Capacitación (Academia). En esos artículos indicaba que la función de la Academia consiste en organizar, planear, dirigir, coordinar y supervisar la formación profesional, capacitación y desarrollo de los aspirantes y policías en servicio activo y fuerzas auxiliares mediante planes y programas integrales, especializados, científicos y humanísticos”.
Aun esto, lo que especificaba la ley anterior, no aporta mayor información para desentrañar la formación que en la Academia reciben los policías y quienes aspiran a serlo. A diferencia de otras universidades reconocidas por el CNU, la Academia de la Policía no cuenta con un portal de acceso abierto en el que se expongan las carreras que ofrece, los planes de estudio... Eso evidencia no sólo la falta de transparencia de esta institución de educación superior sino, más grave aún, la voluntad de ocultar información que debe ser de acceso público.
En sus doce años como directora general de la Policía, Aminta Granera fue la jefa inmediata del jefe y director de la Academia de la Policía. Y aunque la Ley 872 es exageradamente frugal, señala que una de las atribuciones y funciones del Director General de la Policía es promover la educación e instrucción del personal de la institución.
Granera, entonces, fue la principal responsable de lo que se enseñaba en la Academia, de cómo se preparaban y entrenaban en la Academia aspirantes, agentes y oficiales de la Policía.
LA CADENA DE MANDO
EN LA LISTA DE ESPERA DE SANCIONES
Al igual que la Policía de cualquier país, la estructura orgánica de la Policía de Nicaragua es piramidal y funciona bajo el concepto y práctica de un mando vertical y único.
En el vértice de la pirámide están el Jefe Supremo, el Director General y la Jefatura Nacional. En orden descendente, cinco Subdirecciones Generales y la Inspectoría General, 13 divisiones (una de ellas la Academia) y la Unidad de Auditoría Interna, 24 direcciones específicas, 19 delegaciones departamentales y dos regionales.
A este orden de autoridad le corresponde el orden de responsabilidad, lo que significa que la aplicación de la justicia, cuando llegue, deberá seguir la ruta de la cadena de mando interna de la Policía, empezando por el Je¬fe Supremo de la Policía y el Director General. Obviamente, en las condiciones actuales no se puede esperar que el sis¬tema de justicia que tenemos la aplique. Será responsabilidad del nuevo gobierno.
El 20 de diciembre de 2018 el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, aprobó la Nicaragua Human Rights and Anticorruption Act of 2018 (Ley de Derechos Humanos y Anticorrupción de Nicaragua) coloquialmente conocida como Nica Act o Magnitsky Nica.
El subsecretario del Departamento de Estado para Inteligencia e Investigación, en coordinación con el secretario del Tesoro y el director de Inteligencia Nacional, deben pre¬sentar a los correspondientes comités del Congreso los nombres de los altos funcionarios del gobierno de Nicaragua involucrados en violaciones a los derechos humanos, en actos graves de corrupción y en lavado de dinero.
No debería dudarse de que el largo brazo de las sanciones estadounidenses podría alcanzar a todos los jefes de la Policía, incluyendo a Aminta Granera y al mismo Jefe Supremo, Daniel Ortega. Todos están en la lista de espera.
¿QUÉ HACER CON ESTA POLICÍA?
Visto todo esto, ¿qué requiere la Policía que hoy tenemos, una reforma a fondo o partir de cero y fundar una nueva Policía?
En sociedades en las que la democracia funciona a pesar de sus limitaciones, algunos gobiernos han buscado cómo mejorar la organización, capacidad y eficiencia de sus fuerzas policiales para enfrentar los problemas de inseguridad que les aquejan y para ello han ensayado procesos de reforma, unos fracasados y otros con éxitos relativos, lo que se ha debido en gran medida a que esos procesos no han implicado, como es necesario, una reforma a todo el Sistema de Justicia Penal: Policía, Fiscalía, Sistema Judicial y Sistema Penitenciario.
Los procesos de reforma policial son propios de sociedades que buscan corregir fallas, superar limitaciones y mejorar el desempeño de su Policía, elevando los niveles de seguridad pública en la sociedad. No sería el caso de Nicaragua. No se trata ni de corregir fallas ni de superar limitaciones, sino de dar una respuesta sistémica a la crisis sistémica de la Policía, provocada por su politización, agravada por los resultados fatales de la escalada represiva que inició en abril de 2018.
La solución -es fácil decirlo y extremadamente difícil hacerlo, pero hay que hacerlo- es extirpar el cáncer de la politización que desnaturalizó a la Policía para fundar una nueva fuerza pública, incluso con un nuevo nombre, con distinto uniforme, y con una nueva Doctrina Policial regida por una Política Democrática de Seguridad Pública, con una ley específica y su correspondiente Reglamento. El cambio tendría que ser total. Eso no quiere decir que no haya algunos elementos recuperables, como la relación con la comunidad, despolitizándola de cualquier sesgo partidario.
LO PRIMERO QUE TENDRÁ
QUE HACER EL NUEVO GOBIERNO
La Policía de Nicaragua es un “paciente crónico” en etapa ter¬minal que ya no admite una reforma sino la transformación total de su cadena de mando, la superior y la interna.
No se trata de “salvar” a la Policía sino de fundar una nueva fuerza pública. Sin embargo, esto no es posible sin antes refundar el Estado, una tarea que tiene como referencia no muy lejana la experiencia de 1979 cuando se desmanteló el Estado somocista. Si se pudo entonces, se podrá ahora aun¬¬que en circunstancias diferentes.
El objetivo es el mismo: superar una dictadura para fundar la democracia. Éste será uno de los más grandes retos de las nuevas autoridades del nuevo gobierno democrático que se instaure en el país tras el fin de la dictadura Ortega-Murillo, un fin que llegará más temprano que tarde, a pesar de las resistencias del régimen. El gran desafío será estar preparados para ese momento y para el escenario de justicia y de democracia que se abrirá.
Una de las primera medidas, si no la primera, que deberán tomar las nuevas autoridades en el mismo inicio de la transición será tomar control de todas las estructuras de la Policía a nivel nacional, desde la sede central y los distritos de Managua hasta las delegaciones departamentales, regionales y municipales, así como las pequeñas unidades de las comarcas.
En ese momento será vital el resguardo del sistema de archivo, en particular los expedientes que se encuentran en la División de Personal y Cuadros de todos los oficiales y agentes de la institución. Esos registros pueden estar ya desaparecidos o destruidos (incinerados), como sucedió en todas las instituciones del Estado en el traspaso de gobierno de 1990, entre febrero y abril de 1990.
EL PAPEL DEL EJÉRCITO
Y EL DESARME DE LOS PARAMILITARES
¿Cómo podrán las nuevas autoridades tomar control de todas las estructuras de la Policía a nivel nacional? Las nuevas autoridades deberán diseñar con anticipación un Plan General de Traspaso y Control, que deberá ser ejecutado por una Comisión Nacional de Traspaso y Control que tendrá réplicas a nivel departamental, regional y municipal.
A quien le corresponderá ejecutar este plan en el Ministerio de Gobernación, en la Policía y en el Sistema Penitenciario, será a una Subcomisión de Traspaso y Control de la Seguridad Pública, conformada por civiles y militares del Ejército de Nicaragua, con asesoría especializada de organismos internacionales y contingentes específicos de países amigos de América Latina -los 12 integrantes del Grupo de Traba¬jo para Nicaragua de la OEA-, de la Unión Europea e incluso de Estados Unidos.
El Ejército no solo será clave en esa Subcomisión. Deberá además disponer sus fuerzas y medios para garantizar la seguridad ciudadana. Ésa será quizás la parte más compleja de las misiones que las nuevas autoridades asignarán a los militares, en tanto que los oficiales y agentes de la Policía cesarán en sus funciones y deberán permanecer bajo custodia de los militares en sus respectivas unidades, mientras una Comisión de la Verdad revisa sus expedientes y se determina quiénes pasarán a la justicia.
Esto implica que la cadena de mando interna de la Policía, desde el Director General hasta los jefes policiales de municipios, será asumida temporalmente por los militares. En el cumplimiento de esta misión, los oficiales y soldados del Ejército deberían contar con el apoyo de las fuerzas de mantenimiento de paz de la ONU -que ayudan a los países a recorrer el difícil camino del conflicto a la paz-, también con el apoyo de la OEA y de la Unión Europea. Es preciso que, con visión de futuro y sentido de responsabilidad, se comience a explorar las posibilidades y mecanismos de cooperación de esos organismos internacionales y de los países amigos, de tal forma que las nuevas autoridades sepan con antelación con quiénes pueden contar para asegurar una transición que tenga algún grado de seguridad pública.
LAS DOS PRIORIDADES DEL NUEVO GOBIERNO
Garantizar la seguridad pública en condiciones que se prevén muy difíciles, en un escenario complejo y previsible¬mente violento, no consistirá sólo en prevenir delitos y hacer frente a la delincuencia común, el narcotráfico y el crimen organizado.
El fin del régimen Ortega-Murillo no significará alcanzar automáticamente una paz firme y duradera. Si deciden seguir gobernando “desde abajo”, como lo decidieron en la década de los 90, cuentan hoy con una fuerza irregular, los paramilitares, a quienes los militares del Ejército de Nicaragua y las fuerzas de los organismos internacionales y de países que apoyen a las nuevas autoridades, deberán desarmar y entregar a la justicia para que paguen por los crímenes cometidos.
A diferencia de lo que sucedió a inicios de la administración de Violeta Barrios de Chamorro, esta vez la recuperación no sólo de la economía, también de la seguridad pública, deberán ser las dos prioridades del nuevo gobierno democrático.
Sin seguridad no se podrá avanzar en los esfuerzos para recuperar la economía. En ambos desafíos, la cooperación internacional será clave, pero no será eterna. De ahí la urgencia de fundar una nueva Policía basada en un nuevo sistema de educación de sus efectivos. Aunque esto tomará un tiempo, será necesario diseñar y aplicar programas temporales de ejecución rápida y media para formar a los nuevos oficiales y a los agentes de la nueva fuerza de seguridad pública, empeño que necesariamente deberá contar con el apoyo de la comunidad internacional.
UNA NUEVA POLICÍA CON LEGITIMIDAD
En la transición hacia la democracia la fundación de una nueva Policía es clave, no sólo porque desde 2011 la Policía abrazó el proyecto autoritario y continuista de Daniel Ortega, perdiendo así su legitimidad de origen, sino porque las violaciones a los derechos humanos y los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la sangrienta represión que la Policía desató a partir del 19 de abril de 2018 acabaron con la relativa legitimidad de desempeño que pudo haber tenido.
CONSULTOR CIVIL EN SEGURIDAD,
DEFENSA Y GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA.
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