Nicaragua
“No es aceptable la idea de hacer el Canal a cualquier costo”
Manuel Ortega Hegg,
sociólogo, municipalista, conocedor y estudioso de la Costa Caribe
y vicepresidente de la Academia de Ciencias de Nicaragua,
alertó sobre los costos que tendría la construcción del Canal Interoceánico
para el país y especialmente para la Costa Caribe,
en una charla con Envío que transcribimos.
Manuel Ortega Hegg
Cuando la concesión canalera apareció así, de un momento a otro, y se aprobó en tres días, sin mayor debate en la Asamblea Nacional, siendo ésta tal vez la decisión más importante de la historia de nuestro país, en la Academia de Ciencias nos pareció que era necesario un debate que aportara información y análisis a la sociedad y a los tomadores de decisiones. Y como uno de los objetivos de la Academia es precisamente brindar opiniones de científicos y de especialistas que iluminen los procesos de toma de decisión nacionales, decidimos hacer varios foros -ya vamos por el tercero- para analizar los riesgos y las oportunidades, si es que existen, de hacer el Canal por Nicaragua. Fui invitado al primer foro, celebrado en junio, y quiero compartir algunas de las preocupaciones que a manera de alerta me permití exponer en esa ocasión.
Después de aprobada la Ley de la concesión canalera en junio de este año 2013, la Ley 840, llovieron recursos de inconstitucionalidad contra ella. El primero de todos lo interpusieron ante la Corte Suprema de Justicia los representantes de los pueblos indígenas mískito, ulwa y autoridades territoriales del gobierno Rama-Kriol de la Región Autónoma del Atlántico Sur. Se sentían afectados porque todas las posibles rutas del Canal atravesarían esa zona. En el recurso señalaban estas etnias costeñas que la Ley 840 violaba disposiciones de la Constitución de la República y del Estatuto de Autonomía de la Costa, que es la ley que establece las bases del acuerdo para la construcción de la nación nicaragüense y que reconoce los legítimos derechos de las etnias costeñas que el Estado nacional debe salvaguardar, reconocer y tutelar para mantener la convivencia nacional.
La Ley de la concesión del Canal y este primer recurso en contra, nacido en la Costa, levantaron en mí una alerta. ¿Qué consecuencias podría tener la construcción del Canal para la Costa Caribe en condiciones que los costeños sienten que vulneran sus derechos? Aunque soy del Pacífico, y llegué a la Costa como un estudiante bisoño a comienzos de los años 80, posteriormente fui parte de la Comisión Nacional de Autonomía que definió en esos años el régimen de autonomía y he mantenido el interés en estas regiones dándole seguimiento a esa política y haciendo estudios y encuestas con alguna regularidad. Además, a finales de los años 80 tuve la compleja experiencia de ser responsable del gobierno de la Región con sede en Bluefields. Me tocó entregar el gobierno de lo que se llama hoy Región Autónoma del Atlántico Sur al primer gobierno autónomo electo, que tomó posesión en mayo de 1991.
Los motivos aducidos en el recurso de inconstitucionalidad de los representantes del Gobierno Territorial Rama-Kriol contra la ley de concesión canalera y mis experiencias en esta región me indican la necesidad de encender una alerta: la manera en que la concesión se ha hecho erosiona el difícil esfuerzo que se ha venido haciendo durante estos años sobre un tema sobre el cual casi no hablamos, pero que es central para el país: la construcción de la nación multiétnica nicaragüense. Mi reflexión busca relevar este tema a propósito de la reciente concesión canalera.
A comienzos de la década de los años 80 empecé a hacer estudios en la Costa Atlántica y, posteriormente, como miembro de la Comisión de Autonomía intentamos aportar a los tomadores de decisiones y a todo el país algunos elementos claves para entender esta región y entendernos nosotros mismos como nación multiétnica. Algunas interrogantes que guiaron nuestro trabajo en ese entonces fueron éstas: ¿Cuál era la historia de la Costa Caribe y por qué era distinta a la del resto del país? ¿Por qué había conflicto entre el gobierno nacional y las etnias de esa región? ¿Sobre qué bases podríamos establecer un nuevo esquema de entendimiento nacional? Y sobre todo, ¿por qué la Costa se levantó en armas como un frente étnico contra la Revolución? En aquellos años de cambios, y en medio de la guerra, la Revolución se vio obligada a abordar un tema de fondo que no se había planteado: las condiciones necesarias para la construcción de una nueva nación nicaragüense.
Y esta cuestión se tuvo que abordar precisamente porque existía el temor, principalmente en la dirigencia del Frente Sandinista, de que el levantamiento armado en la Costa Atlántica y las demandas de los alzados en armas tuvieran que ver con un plan de secesión, con el objetivo de separar esas regiones del resto de Nicaragua. Recuerdo que en 1982 expuse públicamente en un Congreso de la Asociación Nicaragüense de Científicos Sociales (ANICS) que lo que estaba planteado en el conflicto del Caribe era un problema étnico y que la solución no era militar, sino que pasaba por la autonomía de esa región como solución integral en el seno de la nación.
En una posición parecida coincidimos con un grupo de científicos sociales que, por distintos caminos, habíamos llegado a la conclusión de que era necesario profundizar en la realidad de la Costa Caribe. Por un lado el CIDCA (Centro de Investigaciones y Documentación de la Costa Atlántica), por otro lado el CIERA (Centro de Investigaciones Económicas de la Reforma Agraria), por otro lado el área que yo dirigía en el Centro de Investigaciones Culturales del Ministerio de Cultura. En mi caso, me aparecía muy claro que, aunque no podía descartarse que el levantamiento étnico armado contra la Revolución pudiera responder a un plan separatista, lo más importante era que existían demandas legítimas de las etnias que alimentaban ese levantamiento. El gran reto que tuvimos entonces como Comisión de Autonomía fue diferenciar una cosa de la otra: qué eran derechos legítimos reivindicados y qué era parte de un posible plan separatista. En aquel tiempo la Dirección Nacional del Frente Sandinista, fiel a una tendencia muy tradicional en la izquierda del continente, interpretaba como contrarrevolucionario y como una “conspiración
del enemigo” todo lo que no entraba en sus planes. Y era así como estaban interpretando la problemática de la Costa Atlántica-Caribe.
Naturalmente, no se podía descartar que tras las reivindicaciones de algún sector alzado en armas se escondiera una conspiración separatista. No sería la primera vez en el mundo que el colonialismo aprovechara los conflictos étnicos con esa intención. Sin embargo, insistíamos en que detrás del conflicto había demandas históricas, demandas legítimas que debían de ser tomadas en cuenta. Es importante entender que la complejidad de la tarea de identificar esas demandas obedecía a que los planteamientos étnicos no terminaban de explicitarse y a que se hacían en el contexto de la máxima polarización política y social a que puede enfrentarse un país, como lo era una guerra contra una revolución. Es importante tener en cuenta el contexto de una revolución. Porque las revoluciones son momentos históricos en donde uno siente que todo es posible y que se pueden ensayar soluciones audaces que no se ven tan factibles en momentos ordinarios.
Y la autonomía era plantearse una solución audaz a un problema de convivencia. Pienso que también lo estaban sintiendo y pensando así las etnias costeñas.
En la Comisión de Autonomía hicimos muchas entrevistas en la Costa Caribe para enriquecer y concretar el proyecto de autonomía como una solución integral. Y hay que decir que fueron algunos de los mandos del Ejército Popular Sandinista que estaban operando en la Costa en aquellos años los más lúcidos sobre el camino a seguir para solucionar los problemas y desactivar la guerra.
Estoy hablando de 1984-1985. Como respuesta a nuestra consulta, nos dijeron que estaban de acuerdo con nosotros: la solución no era militar, la solución debía ser una política integral. Los militares nos dijeron: “No tengan miedo de plantear una política integral, que de la soberanía nos encargamos nosotros”. Ese mensaje facilitó ir a fondo en el reconocimiento de las reivindicaciones étnicas del Caribe.
El régimen de autonomía para la Costa Atlántica nació el 30 de octubre de 1987 con la aprobación y publicación de la Ley 28, “Estatuto de Autonomía de las Regiones de la Costa Atlántica de Nicaragua”. Esta ley fue considerada tan importante que se estableció una mayoría especial para su reforma. Sólo puede ser reformada con el 60% de los diputados de la Asamblea Nacional. Se explica porque se consideró que el Estatuto de Autonomía establece un pilar fundamental sobre el cual se asienta la nación multiétnica nicaragüense.
La necesidad de un régimen de autonomía para la Costa Caribe hay que entenderla recordando la historia previa. La Costa Atlántica-Caribe es un extenso territorio que jamás fue conquistado ni colonizado por la Corona española. En la época de la Colonia, Nicaragua llegaba hasta la zona de Nueva Segovia al norte y de ahí hacia el este era territorio dominado por los mískitos en alianza con los ingleses y otros grupos étnicos. Frecuentemente había incursiones, escaramuzas y batallas en una frontera imaginaria entre los dos espacios. El territorio de la Costa Atlántica, nunca conquistado, gozó de regímenes particulares de autogobierno. La alianza formal de los mískitos con los ingleses dio origen en 1661 a la monarquía mískita y a una fuerte influencia inglesa, que había iniciado con la ocupación de parte del territorio en 1633 y que duró más de doscientos años en la región. La monarquía se mantuvo hasta el Tratado de Managua de 1860, cuando Inglaterra reconoció la soberanía de Nicaragua en la región y que también establecía un régimen particular de gobierno autónomo propio para los habitantes de la Costa, conocido como la Reserva de la Mosquitia. Este régimen se mantuvo hasta la incorporación militar de ese territorio a Nicaragua por Rigoberto Cabezas (1894) en tiempos del gobierno liberal del General José Santos Zelaya. Con maniobras y triquiñuelas políticas, y valiéndose de la fuerza militar, los liberales incorporaron esa inmensa región a Nicaragua. Es comprensible entonces que Rigoberto Cabezas sea visto como un héroe entre ciertos sectores del Pacífico y como un villano en la Costa.
Con la incorporación de la Costa Atlántica inició otra etapa histórica para esa región, integrada por la fuerza al Estado nacional. Se desconocieron las instituciones y leyes propias de la Reserva, se desconocieron sus usos y costumbres y se impuso a las etnias costeñas la asimilación como política de Estado. Esto implicaba que abandonaran sus propias identidades como condición para ser parte del estado nacional nicaragüense. En Bluefields, por ejemplo, se prohibió hablar el inglés creole y se obligó a la población a hablar sólo el español. Se consideraba que hablar diferentes lenguas obstaculizaba la construcción de la nación. La concepción nacionalista de que a cada nación le corresponde un Estado pretendió la asimilación de esas etnias, de esas naciones, y les exigía que abandonaran su cultura, sus lenguas, sus características como único camino para llegar a ser miembros de la nación nicaragüense.
Los costeños han resentido que a partir de la reincorporación de la Costa Atlántica se les impusieran gobernantes que llegaban de Managua y que desconocían sus usos y costumbres. Como resienten hoy que, aunque tengan gobernantes locales, las decisiones sobre sus regiones se tomen en Managua. También han resentido históricamente que todos los recursos de la Costa sean saqueados y sólo sirvan para agrandar los bolsillos de compañías transnacionales que llegan y funcionan como economías de enclave, aliadas a poderosos nicaragüenses del Pacífico.
Ésa fue la realidad de desconfianza y suspicacia que se encontró la Revolución en 1979. Recuerdo muy bien que en las entrevistas que hacíamos a los costeños a comienzos de los años 80 veíamos mucho resentimiento, una desconfianza arraigada hacia la gente del Pacífico. Nos llamaban, y nos llaman aún, “los españoles”, identificándonos de alguna manera con los enemigos históricos de los ingleses, sus aliados. Y como además la Revolución impuso en el país, también en la Costa, un modelo único de organización social con los CDS (Comités de Defensa Sandinista), con las organizaciones de masas sandinistas, con un modelo único de reforma agraria, estallaron más conflictos, que culminaron en el levantamiento armado de un sector de costeños contra la Revolución.
Con la autonomía se pretendía crear otras bases de integración de los costeños a la nación para que se sintieran en condiciones de igualdad y fueran respetadas sus identidades particulares. El proyecto autonómico lo definió una comisión nacional -de la que fui parte, nombrada por el gobierno del Frente Sandinista- y dos comisiones regionales, una en el Norte y otra en el Sur. A partir de un amplio proceso de consulta, la comisión logró establecer que había consenso en que el diseño de la política de la autonomía de la Costa Atlántica se guiara por tres principios básicos. El primero, reconocer que en la Costa existían demandas legítimas y que las etnias costeñas tenían derechos que debían ser reconocidos. El segundo, que ese reconocimiento de derechos debía hacerse dentro de un Estado nacional único. El tercero, que la construcción de esa nueva nación multiétnica debía hacerse sobre la base de una socialización basada en nuevos principios.
Que la Revolución se comprometiera a reconocer el primer principio desactivaba la idea de que el conflicto étnico de la Costa Caribe fuera fruto de una conspiración. Y apuntaba a que si la Revolución estaba planteando reconocer los derechos del pueblo nicaragüense incluyera en ese reconocimiento los derechos específicos a los pueblos costeños: derechos económicos, derechos culturales como el del uso de la lengua materna, derechos políticos como el de autogobernarse, derechos de identidad…
Dentro de los derechos que debían reconocerse quiero destacar uno, que es el que más explica el levantamiento armado de los costeños contra la Revolución en los años 80: el derecho colectivo al territorio, el derecho a que fueran las etnias costeñas las que tuvieran y mantuvieran dominio sobre sus territorios y las que decidieran sobre lo que ocurría en el territorio y sobre los recursos del territorio, base material de su identidad cultural. Quiero destacarlo también porque el irrespeto al derecho al territorio tiene mucho que ver con la alerta que despierta la construcción del Canal por esas tierras.
La única demanda de las organizaciones costeñas que antes del conflicto armado de los 80 no quiso reconocer la Dirección Nacional del Frente Sandinista fue precisamente ése: el derecho de las comunidades indígenas a un territorio. Independientemente de que la demanda no incluía a todas las etnias en ese momento y de otras consideraciones políticas, el hecho es que ese tema fue la piedra de toque del levantamiento contra la Revolución. La Dirección del Frente pensaba que si accedían a esa demanda eso alentaría el separatismo. A pesar de esa reticencia, posteriormente esta demanda se reconoció, mal que bien, estableciéndoles un territorio donde se ejercerían los derechos autonómicos, y a nivel más concreto de las comunidades, reconociendo el derecho a la propiedad comunal en los territorios indígenas. Esto quedó establecido en la Constitución y desarrollado en el Estatuto de Autonomía, que precisó los términos de dos regiones autónomas autogobernadas por las etnias. En su artículo 36.1 estableció que “las propiedades comunales son inajenables; no pueden ser donadas, vendidas, embargadas ni gravadas, y son imprescriptibles”, hasta 2003, cuando la Ley 445 “Ley del Régimen de Propiedad Comunal de los Pueblos Indígenas y Comunidades Étnicas de la Costa Atlántica” desarrolló aún más el derecho al territorio, estableciendo gobiernos comunales y gobiernos territoriales con funciones administrativas.
Para los indígenas el territorio no es sólo el terreno donde construyen su casa y siembran. El territorio representa la fuente de toda su subsistencia, es el lugar donde cazan y pescan y por eso es fuente de vida. Es también el lugar de los ancestros, es el lugar en donde guardan la historia de su pueblo y donde practican sus creencias. Es el lugar donde se reproducen no sólo materialmente -por los alimentos y el agua-, sino donde se gesta su reproducción espiritual. La identidad de estos pueblos tiene mucho que ver con el territorio en donde viven. Al ser parte esencial de su identidad, la tierra es considerada de propiedad comunitaria, pertenece al grupo y no a un individuo. En consecuencia, no puede ser considerada como una mercancía ni mucho menos como un bien susceptible de apropiación privada o de enajenación a terceros.
Recordemos lo que significó en los años 80 el traslado de los mískitos en medio de la guerra a otro territorio en el que se suponía que tenían mejores condiciones de seguridad, pero donde nunca fueron felices porque se sentían lejos del río Coco, de su territorio, de sus tierras. Para estos pueblos, aún muy rurales, el concepto de tierra no es igual que en el Pacífico: vivo aquí, pero me dan un terreno en un lugar mejor, me traslado… y ya está. En la cosmovisión indígena lo más parecido a nuestra concepción no es el concepto de tierra sino el de territorio. Es extraordinaria la simbiosis entre el ser humano indígena y la Naturaleza, que transforma ese vínculo en identidad, en pertenencia, en aliento vital permanente, en recuerdo, en símbolo. Cuando uno llega a la Costa percibe que detrás de esas pequeñas comunidades, tan aparentemente frágiles y vulnerables, hay una enorme fortaleza cultural, muy estrechamente vinculada a su hábitat y a su cultura comunitaria. Esto es evidente aún en los casos de etnias numéricamente pequeñas, como los rama, ante los que uno siente de inmediato la fortaleza de su cultura y de su identidad.
La relación de los indígenas con la Naturaleza enriquece a la nación nicaragüense. Nos enriquece a todos que en nuestro país vivan comunidades que tienen una relación amigable con la Naturaleza, que le piden permiso a un árbol antes de cortarlo, que consideran que hay una ciudadanía que va más allá de la ciudadanía humana, que es la de la Naturaleza, llena de seres vivientes que también tienen derechos. Nos enriquecen comunidades que saben que hay que convivir y vivir con la Naturaleza con los mismos principios con los que vivimos y convivimos con los seres humanos: con enorme respeto, cuidando la vida de la Naturaleza como se cuida la vida humana. Nos enriquece que en Nicaragua vivan pueblos que tienen otra concepción del desarrollo, que rechazan el desarrollo depredador. La búsqueda de otro desarrollo, amigable con la Naturaleza, es una bandera levantada ahora en muchas partes del mundo. Las comunidades indígenas siempre han vivido así y esa forma de vida ha permitido que conserven la biodiversidad en el mundo, resguardando tesoros naturales que, con otra visión del desarrollo, se hubieran perdido.
El primer principio del Estatuto de Autonomía o Ley 28 fue reconocer derechos, lo que representó un salto, no sólo en la construcción de la nación, sino también en la construcción de ciudadanía étnica. Porque una cosa es conceder una reivindicación y otra cosa es reconocer esa reivindicación como un derecho que tiene que ser respetado y tutelado, esté quién esté en el gobierno central o regional, no como una concesión, sino como derechos inherentes a la persona humana de forma individual y colectiva, derechos que se pueden hacer valer en cualquier circunstancia.
El segundo principio básico del Estatuto de Autonomía es que el reconocimiento de esos derechos legítimos no debía ser excusa para separarse de la nación y, por lo tanto, esos derechos debían ejercerse en un Estado nacional único. Este planteamiento no sólo tranquilizó a la Dirección Nacional del Frente Sandinista. También se convirtió en un instrumento fundamental para las luchas indígenas de todo el continente. Porque una de las excusas de los gobiernos latinoamericanos para no dar respuesta a las demandas indígenas de sus países era, y ha sido, precisamente, que tras las demandas de autonomía se escondía la posibilidad de separarse del Estado nacional. Con el Estatuto de Autonomía se mostraba que en Nicaragua había un modelo en donde los indígenas podían ejercer sus derechos sin necesidad de separarse y constituir otro Estado, por lo que no había excusa para no reconocerles sus derechos. Por eso la experiencia nicaragüense en la Costa Caribe fue sumamente importante en el contexto de las luchas indígenas del continente.
En 1992, al cumplirse los 500 años del colonialismo español, se realizaron eventos de conmemoración en Nicaragua. En esa ocasión se reconoció en el Estatuto de Autonomía un valioso instrumento que hacía posible construir naciones multiétnicas y no monoétnicas, como aquellas a las que nos habíamos acostumbrado, donde los mestizos imponen sus condiciones a las demás etnias, obligándolas a abandonar sus identidades. Nicaragua mostraba que era posible la construcción de una nación multiétnica, con varios grupos étnicos diferentes, con lenguas, tradiciones y culturas distintas, que podían sentirse tan miembros de la nación como los demás. El impacto del ejemplo de Nicaragua en 1992 en las luchas del continente, no sólo las de los indígenas, también las de los afroamericanos, fue muy importante. Ese impacto ha sido evidente en los casos de las luchas indígenas de México, Bolivia y Venezuela y podemos afirmar que los principios fundamentales del Estatuto de Autonomía de Nicaragua han servido de inspiración a toda América Latina, donde las luchas han conseguido resultados diversos según la historia y circunstancias de cada país.
El tercer principio del Estatuto es que la construcción de la nación multiétnica dentro de un Estado único es un proceso de largo plazo que requiere una socialización permanente de toda la nación, bajo principios de igualdad, fraternidad, solidaridad, respeto a las diferencias y a la diversidad y a los derechos de las etnias. Ese proceso de socialización supone una nueva educación desde la escuela, con el fin de cambiar la mentalidad a veces racista y discriminatoria de los nicaragüenses, muchas veces presente en los propios textos de historia que aprendíamos en la escuela. Antes de la aprobación del Estatuto de Autonomía la historia de la Costa apenas si aparecía en la historia nacional. Y si aparecía era por algún conflicto donde siempre los costeños eran “los malos de la película” atacando a las poblaciones del centro y del norte del país. O en la historia más reciente, la Costa aparecía como lugar de exilio o destierro de los opositores al gobierno o sitio donde se iniciaban las rebeliones contra los gobiernos. Una de las cosas que recomendamos en aquellos momentos era precisamente la revisión de nuestros textos de historia y ampliar los esfuerzos de socialización permanente a largo plazo, empezando por la escuela y yendo más allá: a través de los medios de comunicación, en las relaciones entre los ciudadanos y en las relaciones del Estado con la población.
En Nicaragua hay racismo. He estudiado el tema y, tanto la población de la Costa como la población del Pacífico y centro norte del país, lo reconocen. Los costeños lo perciben más que los del resto del país, llegando hasta a un 70% los encuestados a quienes se les pregunta sobre el tema y reconocen el racismo. Y aunque las manifestaciones de racismo no son en Nicaragua tan evidentes ni tan descaradas como en otros países, eso no niega que existan.
Reconocidos los derechos legítimos de las etnias costeñas en el Estatuto de Autonomía, en 1990 el pueblo costeño eligió por primera vez a sus autoridades en las dos regiones en que por efectos prácticos de administración se dividió la Costa Caribe: la Región Autónoma del Atlántico Norte (RAAN) y la Región Autónoma del Atlántico Sur (RAAS). El sistema electoral preveía que en cada Consejo Regional, autoridad máxima de cada Región autónoma, hubiera representación de todas las etnias -mískitos, sumu-mayangnas, ramas, creoles, garífunas- y también de los mestizos del Pacífico asentados en la Costa, para que todos los grupos pudieran incidir en las decisiones y pudieran tutelar los derechos de cada grupo. De aquel primer gobierno autónomo de 1990 han pasado ya 23 años y vamos para 26 años de aprobado el Estatuto de Autonomía.
Uno de los grandes retos que hoy tiene el proyecto de autonomía es la presencia, ya mayoritaria, de no indígenas en la Costa. En cualquier parte del mundo los proyectos autonómicos tienen siempre dos grandes retos: la relación de las etnias con el Estado nacional y la relación entre los distintos grupos étnicos dentro de la región autónoma. En el caso de la Costa los seis grupos étnicos que existen han ido variando su peso demográfico y político porque la población mestiza es ya mayoritaria en la Costa. Un sector de costeños está convencido de que, desde los tiempos de Zelaya hasta el actual gobierno del Frente Sandinista, existe una política deliberada de todos los gobiernos centrales de impulsar la migración de mestizos hacia la Costa hasta colonizarla y reducir numéricamente a las poblaciones étnicas.
Actualmente, no sólo vemos un acelerado avance de la frontera agrícola, que ya toca hasta Laguna de Perlas
-ya desapareció el bosque de esa zona-, sino que con el avance de la frontera agrícola hay comunidades mestizas del resto del país que han avanzado hacia la Costa para instalarse en esos territorios, de tal manera que hoy el esquema que se diseñó para que hubiera una representación equitativa de las distintas etnias en el Consejo Regional está totalmente superado porque en los Consejos hay muchos más mestizos que representantes del resto de los grupos étnicos. Esto provoca que las decisiones fundamentales ya no las estén tomando los grupos étnicos sino los mestizos que han ido poco a poco colonizando la Costa. Esto causa mucho descontento y hay gente -me incluyo- convencida de que es hora de reformar el Estatuto de Autonomía para regresarlo a su sentido original: darle a las comunidades étnicas el poder de autogobernarse y de tener dominio sobre sus recursos y sus territorios.
Tras esta migración interna se encuentra también el objetivo de disputarle a las etnias del Caribe el dominio de sus territorios. En última instancia, viéndolas desencarnadamente y desde el punto de vista económico, las autonomías no son más que regímenes que determinan quiénes tienen dominio sobre los recursos de un territorio. La autonomía costeña le dio a las poblaciones costeñas ese dominio. Después, el gran reto de esas poblaciones ha sido cómo hacer realidad ese derecho. Hay en la Costa una disputa permanente por el recurso tierra. Uno de los conflictos más fuertes que enfrenta hoy la Costa tiene que ver con la disputa por la tierra. La invasión de mestizos que avanzan desde la zona central del país hacia el territorio sumu-mayangna ha generado grandes conflictos por tierras. Hay casi cada mes un muerto por tierras. Y como en esas tierras mandan las alcaldías, manda el Consejo Regional, mandan los gobiernos territoriales y los gobiernos comunales, la confusión es muy grande y en última instancia quien manda de verdad es el gobierno central.
El gran reto de la autonomía no es sólo la construcción de la nación multiétnica. Es también la construcción de una relación de convivencia entre las etnias de la Costa. Porque en la historia de la Costa Atlántica hay muchos episodios que generan rivalidades. El más conocido es el que nos cuenta cómo en su momento de mayor expansión los mískitos cazaban literalmente a los sumu-mayangnas y los vendían como esclavos en las islas del Caribe. Ese hecho está en la memoria histórica de la Costa, lo que genera desconfianza hacia los mískitos. Igual pasa entre los otros grupos étnicos. Siempre he dicho a los costeños que el reto no es sólo integrarse a la nación. Que tienen un gran reto dentro de la Costa buscando que las barreras históricas entre los grupos étnicos desaparezcan sobre la base de las relaciones nuevas que abrió el proyecto autonómico.
En un estudio de hace unos cinco años en la Costa hice varias preguntas sobre la identidad y la nacionalidad. Una de esas preguntas la hice también a la gente del Pacífico. Pregunté qué tan distinta sentía la gente del Pacífico a la gente del Atlántico y viceversa. La gente del Pacífico dijo en un 66% que la gente de la Costa era “muy distinta”. Y la gente de la Costa dijo en un 74% que eran “muy distintos” a la gente del Pacífico.
Las respuestas indican conciencia de que hay diferencias culturales y de otros órdenes entre estas dos zonas del país. Pero eso no debiera significar discriminar negativamente. Los movimientos de mujeres nos dieron una gran lección a sociólogos, antropólogos y cientistas sociales, cuando nos enseñaron que la diferencia no debe ser excusa para crear desigualdad, cuando nos enseñaron que es posible salvaguardar los derechos de las mujeres sin que eso implique desconocer los derechos de los hombres. Nos dijeron también que es posible el reconocimiento de los derechos de las mujeres si cambia la cultura machista tradicional en las relaciones diarias entre mujeres y hombres. Es posible la unidad en la diversidad: eso es lo que nos han enseñado las mujeres, que con esa lección nos enseñaron a ver el mundo de manera distinta. También entre las etnias es posible la unidad en la diversidad y ése fue un principio que, muy expresa y conscientemente, guió los trabajos de los que nació el Estatuto de Autonomía. Hoy nos parece normal que en Nicaragua todo mundo hable de una “nación multiétnica”, pero a comienzos de los años 80 era una idea sospechosa, peligrosa. Hoy nos parece normal la autonomía. No lo fue hace unos años, pero poco a poco ha ido haciéndose parte de la cultura nacional. Nos falta mucho para hacer realidad esa nación multiétnica y todas las generaciones tendremos que socializarnos permanentemente en ese nuevo tipo de nación. Sí, hay muchas cosas distintas entre nosotros, pero el hecho de ser diferentes no nos debiera hacer desiguales ni en derechos ni en oportunidades.
La construcción de una nación multiétnica es una utopía realizable. Pero es un proceso nada sencillo, complejísimo, de largo plazo y que debe cuidarse mucho. La convicción de que es necesario un cuido permanente de la construcción de la nación nicaragüense despertó mí un alerta al ver con qué celeridad y sin mayores discusiones se planteó el proyecto del Canal, que en todas sus rutas iniciaría en la Costa.
Los procesos de construcción de naciones multiétnicas son muy frágiles. En un texto de los años 90, Rodolfo Stavenhagen, quien fue relator de Naciones Unidas para los Derechos de los Pueblos Indígenas, decía que en 1988 de un total de 111 conflictos que enfrentaban los Estados en todo el mundo, 63 eran conflictos internos y describía 36 de ellos como “guerras de formación de Estados,” conflictos en los que intervienen un gobierno y un grupo de oposición que exige la autonomía o la secesión para una etnia o región particular. Decía también que los conflictos inter-estatales habían disminuido y había aumentado el número de conflictos intra-estatales, particularmente en los países del Tercer Mundo. Esa situación se mantiene hoy. Algunos ejemplos nos permiten apreciar la fragilidad de los procesos de construcción de Estados nacionales multiétnicos. Yugoslavia, un experimento importante de nación multiétnica, desapareció. Checoslovaquia ya no existe. Estuve en Checoslovaquia en los años 80 estudiando ese caso para entender el caso de Nicaragua y hoy Checoslovaquia no existe y ahora son dos repúblicas: la checa y la eslovaca. El experimento de construcción de nación multiétnica más grande que ha conocido la Humanidad, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, también desapareció. Se mantiene la Federación Rusa, pero lo que fue la URSS, integrando en un enorme territorio a más de 130 nacionalidades diferentes, funcionando en un único esquema político-administrativo, desapareció. Y actualmente hay conflictos de este tipo en China, donde destaca la relación conflictiva con Nepal. Igual ocurre en Vietnam y en varios países de África. Hay conflictos también en Canadá y en España
-los catalanes plantean su independencia y los vascos quisieron conseguirla por las armas-. También sucede esto
en Italia, que mantiene permanentemente un conflicto con el Norte, donde una serie de nacionalidades pequeñas pugnan por separarse.
La construcción de naciones multiétnicas es un proceso muy frágil. Pueden pasar años de aparente tranquilidad y estabilidad, que hacen pensar que las tensiones ya se resolvieron, pero si no se cuida el proceso, si los principios fundamentales en los que se asentó el proceso no se hacen realidad y no se van profundizando en el tiempo el ejercicio de los derechos y los mecanismos para que los pueblos se sientan en igualdad de condiciones dentro de la nación, los conflictos resurgen. Cuando no se cuida el proceso, para poder mantener su identidad las etnias la afirman en contra del Estado nacional y surge el conflicto. En cambio, cuando la integración de la nación se cuida y se respetan los derechos reconocidos, manteniendo las condiciones de igualdad, la afirmación de la identidad de las etnias ya no se da en contra del Estado nacional porque las etnias sienten que vale la pena ser parte de un Estado que les da condiciones para desarrollarse manteniendo sus identidades.
En algunos estudios que he hecho en estos años los resultados indican que los grupos étnicos costeños se han ido sintiendo cada vez más orgullosos de su identidad, sin que eso les quite el orgullo de sentirse nicaragüenses. Ha crecido la identidad costeña y ha crecido también el sentimiento de pertenencia a la nación nicaragüense, lo que podría considerarse quizá el mayor éxito del proyecto autonómico. Sienten que para afirmar su identidad étnica no es necesario afirmarse en contra de la nacionalidad nicaragüense, lo que representa un logro extraordinario como resultado de la autonomía, lo que no significa que ya todo funciona y que no haya en la Costa críticas, algunas acervas, contra la autonomía.
Más o menos cada cinco años hago un estudio en la Costa. Hicimos hace poco una encuesta amplia con el IPADE (Instituto para el Desarrollo y la Democracia) y vimos que uno de los logros más importantes del proyecto de autonomía ha sido mejorar la confianza de las etnias costeñas en el Estado nacional y en la nación nicaragüense. Comparando estos estudios vemos cómo la confianza ha ido aumentando. Los estudios revelan también que la gente costeña siente que la autonomía es el mejor esquema de convivencia que han tenido hasta ahora en las relaciones con el Estado nacional después de la incorporación militar del siglo 19. Esto no quita que los costeños estén descontentos con los resultados de la autonomía y cuando uno llega a la Costa y habla, no sólo con los académicos, sino con la gente en las calles, en el mercado, todo mundo plantea su descontento. Pero cuando les dices: Entonces, ¿la autonomía no sirve? suelen responder: “¡Un momento! La autonomía vale la pena, es lo mejor que hemos tenido, el problema es que no hemos logrado que nuestros dirigentes gobiernen para los costeños, no hemos logrado que la autonomía funcione para la Costa, porque está presa de los partidos políticos del Pacífico y además hay mucha corrupción”. Los costeños afirman que en los Consejos Regionales el poder lo tienen el FSLN, el PLC, el PLI, los partidos del Pacífico. Y que las grandes decisiones sobre la Costa se toman en Managua y no en la Costa. Y que el problema no es la autonomía. Dicen que lo que hay que hacer es profundizar la autonomía y desarrollar un proceso de construcción de liderazgos propios. Y hasta algunos hablan de hacer desaparecer de la Costa los partidos nacionales.
Con toda esta perspectiva, volvamos de nuevo a la concesión canalera y a la alerta que causa, especialmente porque atenta contra el derecho al territorio. A lo largo de los años 90 y después de la Revolución, en el proceso de profundización del régimen autonómico para la Costa se aprobaron otras leyes, la Ley de Lenguas, la Ley de Medicina Tradicional… La más fundamental fue la Ley 445, que al establecer la propiedad comunal trasladaba el eje de la autonomía desde los Consejos Regionales hacia las comunidades. Además de que la Ley 445 regulaba por primera vez en la historia de Nicaragua la propiedad comunal -la propiedad privada ha tenido todo tipo de regulaciones y de reformas agrarias-, y además de que reconoce la propiedad comunal como un bien colectivo y no individual, le reconoce a los gobiernos territoriales y a los gobiernos comunales funciones de administración. A partir de esa Ley se complejizó más la división político-administrativa de la Costa, donde hoy tenemos gobierno nacional, gobiernos regionales, gobiernos municipales, gobiernos territoriales y gobiernos comunales. Imagínense qué complicado es eso cuando se trata de ponerse de acuerdo sobre algunos asuntos que cada nivel de gobierno siente que son suyos y quiere decidir. La Ley 445 logró profundizar el Estatuto de Autonomía trasladando poder de las cúpulas del Consejo Regional y de los representantes de las etnias en los partidos, a la gente, a la base, a la comunidad. Eso se consiguió al darle autoridad y funciones a los gobiernos comunales y a los gobiernos territoriales.
En la Costa quienes deciden en las comunidades son los líderes de la comunidad con la gente de la comunidad. Recuerdo que la primera vez que fui a hacer un estudio, llegué a Karawala, en la desembocadura del río Grande y como buen hijo del Pacífico, a pesar de mi mentalidad sociológica y antropológica, empecé a buscar alojamiento en las casas, dado que no había otro lugar de hospedaje. Enseguida me mandaron con el jefe de la comunidad y fue él quien decidió alojarme en la escuela, un lugar que la comunidad ya tenía decidido para quienes llegaban de fuera.
Todo lo que ocurre en la comunidad lo decide la comunidad y hay normas decididas previamente por toda la comunidad que después sólo administran los líderes de la comunidad. Años después, cuando me tocó realizar funciones de gobierno en la Costa, yo sabía que cualquier proyecto, cualquier servicio, cualquier política que yo llevara, pasaba primero por una reunión comunitaria donde se discutía hasta lograr consenso, una vez que se había dado a conocer a toda la comunidad de qué se trataba. Y una vez concluido ese proceso ya no había que organizar nada porque en la comunidad ya estaban organizados y lo único que había que hacer era entregar a la comunidad el proyecto y, si acaso, darle seguimiento. El sentido comunitario es fundamental en la Costa.
El problema central que identificó la Comisión de Autonomía en la Costa fiue la desconfianza histórica. Ganarse la confianza de las etnias costeñas pasó por respetar derechos que la Revolución reconoció como legítimos. El Estatuto de Autonomía tuvo tal impacto que apenas se dio a conocer en la Costa el frente étnico que se había levantado en armas contra la Revolución se desactivó. El primer frente militar contra la Revolución que se desarmó fue el costeño y fue precisamente por la política de autonomía, percibida como un acuerdo de paz, y como un gran consenso que tenía como base el reconocimiento a derechos legítimos. La población costeña sintió que sobre las bases autonómicas era posible construir una nueva nación incluyente que reconocía sus derechos y que les permitía afirmarse como nicaragüenses y como miembros de etnias distintas en el seno de la nación. ¿Qué pasará si se rompe ese consenso de principios y se desconocen esos derechos? ¿Cuál es el mensaje que envía a la Costa la concesión canalera, estableciendo condiciones inconsultas que los costeños sienten que vulneran esos derechos?
En el anexo que acompaña la Ley 840, ley de la concesión canalera que aprobaron sin debate los diputados del Frente Sandinista en junio en la Asamblea Nacional, aparece una carta del Consejo Regional de la Región Autónoma del Atlántico Sur que avala la concesión canalera y autoriza al gobierno nacional para entregarle al empresario Wang Jing esa concesión con todas sus ventajas y privilegios. En la Costa me explicaron cómo se consiguió ese aval. Fue así: la carta llegó al comité regional del FSLN en la RAAS ya redactada desde Managua, al día siguiente se reunió a la bancada de concejales del Frente Sandinista en el Consejo Regional y se les orientó que debían aprobar ese documento sin tocarle una coma. Al día siguiente la carta fue presentada en el Consejo Regional y fue aprobada sin cambiarle una coma. Luego fue enviada de vuelta a Managua para que apareciera en el anexo de la Ley de la concesión canalera. Así me lo explicaron en Bluefields y no dudo que haya sido así.
La comunidad creole que interpuso ante la Corte Suprema de Justicia el primer recurso por inconstitucionalidad contra
la Ley 840 hizo público el descontento de algunos pueblos y comunidades étnicas que se sienten afectados ante lo que consideran una ley lesiva a sus derechos. Particularmente, les preocupa el artículo 12 de la ley, que establece que se considera de interés público “la expropiación de cualquier bien inmueble o derecho sobre un bien inmueble que sea razonablemente necesario para efectuar todo o una parte de El Proyecto, ya sea propiedad privada, propiedad comunal de las Regiones autónomas o delas comunidades indígenas o propiedad que tenga cualquier entidad gubernamental”. Ese artículo desconoce a los propietarios, a las comunidades, estableciendo sólo al gobierno regional y al municipal el derecho a ser escuchados, aun cuando en ese acaso no se requiere el consentimiento o aprobación del Consejo Regional o de la Municipalidad para el proceso de expropiación. Por esto, los representantes de los pueblos indígenas miskito, ulwa y creole y autoridades territoriales del gobierno Rama-Kriol consideran que se infringen los derechos de propiedad sobre las tierras tituladas y tradicionalmente ocupadas por las comunidades indígenas, así como su acceso a los recursos naturales. Alegan que no se les consultó durante el proceso de formación de la Ley y señalan también que el contenido de los artículos 5, 12 y 23 infringe los derechos de propiedad sobre las tierras “inajenables” tituladas y tradicionalmente ocupadas y utilizadas por los pueblos indígenas y afrodescendientes de la RAAS y atenta contra el acceso a sus recursos naturales y el consentimiento libre, previo e informado de estos pueblos sobre los asuntos que les pueden afectar adversamente, violentando así 23 artículos de la Constitución Política de Nicaragua y los instrumentos internacionales de promoción y protección de los derechos humanos de los pueblos originarios, suscritos y ratificados por el Estado de Nicaragua, como el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes de la OIT, la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y la Convención Americana sobre Derechos Humanos de la OEA.
Consideran estos pueblos que “el Estado de Nicaragua por La Ley 840, ha anticipado unilateralmente el consentimiento de acciones futuras que ponen en peligro a los pueblos indígenas y afrodescendientes de la RAAS en su propio territorio” y que “tal aprobación implica que el Estado acepta y aprueba, con anticipación a su realización, estudios, diseños y obras de infraestructuras que afectarían a los indígenas y afrodescendientes, ausentes en este proceso” y que “al impulsar y tener interés en el megaproyecto el Ejecutivo y el Legislativo omiten por completo su obligación estatal de vigilar y mitigar las acciones adversas que sobre los recursos naturales de los territorios indígenas y de los afrodescendientes ocurrirán durante la ejecución del megaproyecto, afectando el derecho de estos pueblos y comunidades a un ambiente saludable como le ordena garantizar la Constitución Política de Nicaragua”. Asimismo, consideran que la Ley 840 viola sus derechos políticos a la gestión y participación gubernamental en la toma de decisiones, a la vez que compromete la supervivencia de estos pueblos y comunidades en violación al efectivo “goce, uso y disfrute, de sus tierras y territorios”. Los recurrentes no aceptan como válida la autorización del Consejo Regional de la RAAS, dado que el Consejo no puede decidir sobre algo que no le pertenece, como son las tierras comunales indígenas y de afrodescendientes que serán afectadas por el proyecto canalero.
La ley de concesión canalera supone un desconocimiento del derecho a la propiedad de las tierras comunales, que por ley son inembargables, imprescriptibles y que no se pueden ceder. La concesión canalera vulnera la concepción que de sus territorios tienen los pueblos indígenas, una concepción de territorio con continuidad, de territorio continuo. Una concepción que nunca se ha entendido en el Pacífico, donde los territorios indígenas han sido concebidos como territorios “vacíos”. Incluso, en la década de los 80 esos territorios “vacíos” fueron entregados por la Revolución a campesinos mestizos como tierras de reforma agraria, considerándolos tierras ociosas, vacías, que podían repartirse. La concesión del Canal revela esa misma concepción y vuelve a repetir la historia: otros decidiendo sobre los territorios y los recursos costeños sin tener en cuenta a sus verdaderos dueños.
Llegados a este punto hay un antecedente que vale la pena recordar. Es el recurso que la comunidad sumu-mayangna de AwasTingni, unas 142 familias, interpuso contra el Estado de Nicaragua por una concesión que el gobierno central le dio a una compañía maderera coreana, SOLCARSA, para que explotara el bosque en más de 60 mil hectáreas de ese territorio comunal. El conflicto surgió en 1996. La comunidad indígena denunció el atropello en los tribunales nacionales y no le hicieron caso, apeló y no le hicieron caso, y entonces demandó al Estado de Nicaragua ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Por fin, en 2001 la Corte Interamericana de Derechos Humanos falló a favor de la comunidad indígena y esa sentencia obligó al Estado de Nicaragua a darle a la comunidad una compensación monetaria y a resarcir los daños provocados por la compañía maderera, a la que se le anuló la concesión. La argumentación de la Corte se basaba en el derecho de la comunidad indígena a la propiedad comunitaria y a la obligación del Estado de hacer una consulta previa a la comunidad. Basada en instrumentos nacionales y en instrumentos internacionales que Nicaragua ha ratificado, la Corte le dio la razón a la comunidad indígena: no había habido la consulta previa e informada que exige la legislación y había sido desconocido el derecho colectivo a la propiedad de la tierra. La sentencia fue más allá, y al hacerlo sentó jurisprudencia mundial. Dijo la Corte que, aunque las tierras comunales no estuvieran tituladas, el hecho de que las comunidades estuvieran asentadas en ellas ancestralmente y las habitaran era suficiente para reconocerles el derecho de propiedad. La sentencia de la Corte exigió al Estado demarcar y titular las tierras comunales de la Costa, un proceso en el que se está trabajando hasta el día de hoy, no sin dificultades. La Ley 445 sólo se explica como resultado del caso AwasTingni.
El caso AwasTingni contra Nicaragua sentó un precedente importantísimo para toda América Latina. En estos momentos hay luchas de los pueblos indígenas de todo el continente resistiendo la ofensiva del extractivismo y del desarrollismo, que ha encontrado la última frontera de acumulación de capital en los territorios en donde las comunidades indígenas de nuestro continente, por su concepción de respeto a la Naturaleza, han preservado recursos naturales muy valiosos, recursos minerales, biodiversidad, fuentes de agua… Extraer esos recursos y explotarlos al servicio del capital está siendo visto por poderosas transnacionales mineras, petroleras y otras como una gran oportunidad de inversión. Todos los gobiernos, y hasta con más intensidad los gobiernos latinoamericanos llamados progresistas o de izquierda, movidos por un afán desarrollista, han recibido las inversiones extractivistas con aplausos y han entregado cantidad de concesiones para la explotación de los recursos que conservan los territorios indígenas. De norte a sur de América, también en Canadá, y especialmente de México al sur del continente, encontramos luchas de resistencia de las comunidades indígenas en defensa de sus territorios y de sus riquezas. En esas luchas, el antecedente de la Corte Interamericana en el caso AwasTingni es una referencia valiosísima. Muchas de esas comunidades en resistencia no tienen tituladas las tierras que habitan, pero el precedente de la Corte les da derecho a esos territorios.
Según los expertos, la ley de concesión canalera es violatoria de más de 40 artículos de la Constitución de la República. Contra esta ley se interpusieron 32 recursos por inconstitucionalidad, con más de 180 personas firmándolos. Una de las tantas perlas de esta ley es el artículo que establece que en el lapso de 18 meses habrá que reformar la Constitución y todas las leyes del país que lo ameriten, para que no haya ningún obstáculo legal al proyecto canalero. Eso significa que también se reformará el Estatuto de Autonomía. Si nos atenemos al recurso presentado por los costeños, varios de los artículos del Estatuto de Autonomía chocan con la ley de concesión canalera, incluyendo el que establece que la propiedad comunal no puede ser afectada.
¿Se reformará entonces el Estatuto de Autonomía, ya no para buscar cómo crear mejores condiciones a las etnias costeñas en su integración a la nación, sino para facilitar a una compañía transnacional el negocio del Canal y sus subproyectos, un negocio que es privado? Porque la concesión canalera establece que el Canal no es el proyecto de un Estado nacional negociando con la compañía que hará el Canal, sino que, por esa ley, el Estado cedió todos los derechos del Canal y de todos los proyectos asociados -un canal seco, dos puertos, dos zonas francas, un oleoducto, un aeropuerto- a una empresa privada que usufructuará el Canal durante los primeros cincuenta años, transcurridos los cuales el concesionario, y no el Estado nacional, decidirá si quiere seguir haciéndolo durante otros cincuenta años más.
Más allá de las reflexiones que hemos escuchado en los foros organizados por la Academia de Ciencias -donde se han hecho análisis de fondo sobre distintos aspectos de la concesión canalera-, y sobre todo, más allá de las consideraciones jurídicas, considero de suma importancia esta reflexión: la frágil construcción de la nación que iniciamos como país con el proyecto autonómico para la Costa está en peligro con el Canal, cuya concesión constituye una violación flagrante del Estatuto de Autonomía y de los derechos de las etnias costeñas. ¿Vale la pena un Canal que se convierta en un instrumento disociador de la nación?
Hay otros elementos disociadores en el proyecto canalero. El país será partido en dos por una enorme zanja de medio kilómetro de ancho que dividirá todo el territorio y que alterará toda la división político-administrativa que hoy conocemos. Muchos municipios quedarán fragmentados, quedando zonas a un lado y a otro del Canal. El territorio nacional quedará fracturado, y en un país con todas las fracturas y diferencias que ya tenemos entre zonas que podemos encuadrar entre las más pobres del mundo y zonas que podríamos calificar de desarrollo medio -como son las cabeceras departamentales- esta nueva fractura plantea un nuevo reto para la construcción de la nación: cómo integrar un territorio dividido por el Canal, ya que el territorio es siempre la base fundamental sobre la que se asientan las naciones. Y si a esta nueva fractura agregamos el desconocimiento de las bases sobre las cuales se ha estado construyendo la nación nicaragüense en consenso desde los años 80 el riesgo es enorme. Y repito: en consenso. Porque el Estatuto de Autonomía fue de las leyes más consultadas en la historia de este país.
Se consultó barrio por barrio, comunidad por comunidad, oficina por oficina…Se consultó a los alzados
en armas. Fue una ley absolutamente consultada. Desconocer una ley como ésa, que afecta aspectos fundamentales del acuerdo autonómico, como es el dominio sobre el territorio de las comunidades, es muy grave.
¿Qué efectos sociales podría tener el Canal? Es evidente que su construcción provocará cambios en la estructura social del país con nuevos grupos económicos ligados a ese megaproyecto y a los otros megaproyectos asociados. ¿Una nueva clase? También es previsible que habrá cambios en la estructura económica y en la estructura productiva, porque algunas de las zonas ganaderas de Chontales tendrán que reconvertirse en bosque para la siembra de agua para el canal.
Hay también grandes preguntas abiertas sobre la factibilidad económica del Canal. Hay estudios que demuestran que el Canal no sería rentable porque el tiempo de los canales por Mesoamérica tal vez ya pasó y, como consecuencia del calentamiento global, las rutas por el Polo Norte, por el Ártico, serán rutas entre Oriente y Occidente mucho más directas y menos costosas. Y a un capitalista no le interesa si Nicaragua tiene o no un Canal sino si ese Canal es rentable y merece la pena invertir para pasar por él. A un inversionista le interesa también, y mucho, que un proyecto tan costoso tenga consenso nacional para reducir su nivel de riesgo. Y el proyecto canalero en las condiciones que se ha negociado no lo tiene.
Está también la factibilidad ambiental. Se ha hablado extensamente sobre las afectaciones a nuestros cuerpos de agua, especialmente al Lago Cocibolca. Si se hace el Canal tendremos que despedirnos de las Isletas de Granada porque, según los expertos, las esclusas requieren levantar el nivel del Lago al menos dos metros haciendo una enorme represa en la salida de las aguas del Lago por el río San Juan. Las Isletas desaparecerían. Señalan los expertos que las aguas del Cocibolca servirían únicamente como medio de transporte, porque los riesgos de contaminación por los grandes petroleros harían inviable otras opciones de uso. Ya no servirían para agua potable. Eso afectaría al menos a 36 municipios de cinco departamentos del país que bordean la cuenca 69, la cuenca de nuestros dos grandes lagos, que tienen proyectado en un futuro bastante cercano beber agua del Lago, como ya lo hacen Juigalpa y San Juan del Sur.
Algunos especialistas han propuesto usos alternativos del agua del Lago de Nicaragua, que serían más rentables que usarlas para el transporte interocéanico. Hay cálculos interesantes que estiman como muy rentable para Nicaragua vender agua del Lago Cocibolca a El Salvador y a Costa Rica e indican que el país tendría más recursos vendiendo agua que construyendo un Canal que no sería nuestro hasta dentro de cien años, un Canal que no sabemos si al final quedará embargado, porque la ley canalera permite que el concesionario pueda embargar el Canal y cualquiera de los otros proyectos asociados, así que no sabemos qué vamos a recibir después de cincuenta o cien años de concesión… Son muchos los interrogantes y ojalá que los estudios de factibilidad respondan a todos ellos.
Todos en el Pacífico, y con justa razón, han levantado el grito de alerta en defensa del Lago Cocibolca porque será atravesado en cualquiera de las rutas previstas para el Canal. Hasta ahora nadie ha levantado la voz en defensa de la bahía de Bluefields, que aparece como entrada del Canal en la ruta más recomendada. Y habría que levantar la alerta porque la bahía de Bluefields, además de su belleza escénica y de ser fuente de la pesca artesanal, es uno de los humedales protegido por la Convención internacional RAMSAR por su rica biodiversidad y su influencia en los ecosistemas locales y globales.
La Costa Atlántica siempre fue abandonada por el Estado nacional. Fue solamente vista como un reservorio de recursos naturales a explotar bajo economías de enclave que nunca irradiaron beneficios al resto del país. Así llegaron las compañías mineras y las compañías madereras y una vez que se iban sólo quedaba más pobreza. Todavía se ven en algunas zonas restos abandonados de esos proyectos de saqueo. El Canal va a ser otra economía de enclave. No sólo será esa zanja de medio kilómetro que partirá el país, empezando por la Costa, una región que tiene las tierras más frágiles y donde los daños pueden ser mayores.
A ambos lados de la zanja abierta habrá un territorio de 10 kilómetros de ancho que funcionará como régimen especial para “sembrar agua” que abastezca el Canal. Ese territorio protegido no podrá ser usado ni por los habitantes de la Costa ni por los del resto del país, será propiedad privada de los dueños del Canal.
Por los muchos y graves interrogantes que existen pienso que los estudios de factibilidad tendrán que ser muy exhaustivos para dejar satisfechos a los especialistas que han planteado sus inquietudes y alertas para que, si se hace el Canal, se minimicen los riesgos que ese megaproyecto plantea. Las interrogantes deben ser examinadas con responsabilidad y acuciosidad científica por los estudios de factibilidad.
Me preocupa que pueda existir en algunos funcionarios de gobierno la concepción de que debemos tener “Canal a cualquier costo”. Ése no puede ser el lema. ¿Un canal a costa de la Constitución, a costa de las leyes, a costa de dividir el país, a costa del Lago, a costa de la autonomía costeña y de la construcción de la nación, a costa de mayor polarización social?
Esta reflexión es una alerta. El sueño de las élites de Nicaragua ha sido históricamente la construcción del Canal. Ha sido un sueño permanente, pero de las élites, que incluso llegaron a ver el Canal como eje de la construcción de la nación. Sería paradójico que el Canal, por las condiciones desventajosas y lesivas de los derechos de las etnias del Caribe, aunque no exclusivamente, se convirtiera precisamente en el eje disociador de la nación.
Los discursos y la retórica oficial que acompañaron la aprobación de la Ley 840 y la firma de la concesión a la empresa del chino Wang Jing hablaron de “una profecía cumplida”, dijeron que era un “día de milagros y de prodigios”. El Presidente Ortega afirmó en su discurso, al firmar el contrato con el empresario chino, que este pueblo sufrido entraba por fin en “la tierra prometida”. Creo que la expectativa de nuestro desarrollo futuro no puede ser concebida como una puerta mágica, lo que obvia el esfuerzo nacional de mediano y largo plazo por hilvanar un tejido social muy denso que incluya la priorización real de la educación, el apoyo a la ciencia y la tecnología, la creación de empleo y la construcción de una auténtica nación multiétnica, donde todos nos sintamos con igualdad de oportunidades, apoyados por el Estado para crear capacidades y aprovecharlas, una nación en donde los nicaragüenses de distintas culturas y rostros nos sintamos hermanos y tengamos garantizados nuestros derechos.
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